Efigenia (cuento) / III
Mel Toro
Tercera y última parte:
Transcurrió el día, hasta que se desplomó la tarde y empezó el canto vocinglero del pequeño de la hamaca. Mi madre, apurada en recoger todo su tren y en montar enseres y cosas para el retorno, no tenía calma para tranquilizar al pequeño. Le pidió a mi hermana que me consolara, pero los empeños fueron inútiles. El niño no dejó de llorar. Terminó la faena del día. Los hombres recogieron los aperos, acomodaron toda la herramienta en las bestias y se dispusieron al regreso. Mas el niño seguía llorando. Ni mi madre, mi hermana o mi tío Trinidad lograban acallar mis lágrimas. El dolor, el miedo, el llanto de seis meses habían regresado a mi cuerpo. La fatiga del día y la poca paciencia de mi padre hicieron que éste se desentendiera del asunto y dejó a mi madre con toda la carga.
La pobre de mi madre regresó así de la parcela a la casa, aturdida, enchilada de un llanto que nada ni nadie consolaba. Brazos, mecidas, subibajas, rurrúes, yaes, shíes interminables se sucedían. Pero el niño no calmaba su clamor. Llanto y llanto, con acometidas furiosas, con disonancias hasta insoportables. El llanto regresó y mis berridos y lamentos volvieron a llenar la casa paterna. Fue un fin de paseo no deseado. Todo mundo quería descansar, mi padre sentado a la mesa esperando cenar para tirarse a la cama a reposar sus lomos fatigados; la misma historia con mis tíos, mis hermanos mayores y con los trabajadores adscritos, para quienes se había habilitado la troje como cuarto. Ni mis hermanas, ni mi madre tenían calma para atender el trabajo, atormentadas de nuevo por mi llanto interminable.
Se hizo presente entonces mi abuela Efigenia. Encorvada, pequeña, menudita, como ya estaba en sus últimos días, cuando yo todavía la alcancé a conocer. Abrió de un golpe la puerta del cuarto, donde lanzaba sus berridos el niño, y regañó a su nuera:
_ Sólo a ti se te ocurre sacar a este escuincle al campo. Los chilpayates débiles andan indefensos. No deben ir. Te lo he dicho, pero no lo entiendes ¿verdad, necia? ¿Ahora cómo vas a callarlo? Presta acá. ¿No ves que te lo robaron los duendes?
Salió conmigo en brazos, con rumbo a su casa que estaba frente a la nuestra, apenas cruzando la calle. Se metió a su cocina con el tambachito de niño chillón en sus brazos ancianos. Cogió un huevo de una cazuela y se dirigió al corral. Al pasar por un arbolito llamado del paraíso le cortó unas ramas. Luego cogió un cubo con agua que había sacado del pozo, y que ya tenía listo en el brocal, y dio inicio a sus exorcismos. Me paseó una o dos veces por todo el corral. Me sacudió en sus brazos. Me roció con las ramas de paraíso y su agua intervenida de poderes mágicos. Tras ello, me paseó el huevo por el rostro, las manitas y todo el cuerpo.
No sé qué más rituales observaría y realizaría. Pero lo cierto es que, en menos de lo que canta un gallo, logró tranquilizarme y me quedé profundamente dormido. Así me regresó a casa y me depositó en la cuna, no sin volver a emprenderla contra su nuera desatenta, que no sabía que los duendes se roban a los niños indefensos y solos, cuando los encuentran en el campo.
Todavía lo pienso en serio. ¿Qué hubiera sido de mí sin mi tío Benigno, el músico, que logró arrancar de mi cuerpo los espíritus malos que me tenían lleno de miedo? Pero sobre todo ¿Qué hubiera pasado conmigo si, después de haber sido curado una vez, los duendes me volvieron a secuestrar? ¿Qué hubiera pasado si el saber secular de mi abuelita Efigenia no hubiese intervenido y hubiese impedido que los duendes me conservaran en su poder?
¡Qué bueno que apenas había ocurrido el desaguisado, porque, como ella lo contó después, si los duendes ya me hubieran llevado lejos, ni ella ni nadie hubieran podido regresarme y devolverme a casa, con los míos! De no haber sido por su oportuna y valiente intervención ¿no fuera yo llegando ya, a estas fechas, al centro de la galaxia en brazos de mis duendes?