Para Felipe Cobián
Cuento corto.
Al cruzar el puente se encontró con el poblado, las casas cenizas, las tejas color pardo y todo lleno de polvo. Destacaba una palma vieja doblada por los años.
–Que pueblo tan triste –dijo para sí.
Había caminado por improvisadas brechas y arroyos, algunas veces los arbustos le impedían pasar. La camioneta se pegaba más de una vez en la tierra suelta y en la arena.
–A no ser por la doble tracción, la hubiera dejado atascada en algún lugar –se dijo.
La madera del estrecho puente crujió al paso del vehículo. El calor era sofocante. La tierra en la boca seca le produjo un sabor amargo.
–Veré quien me regala agua –pensó.
Iba dando tumbos en las piedras por la estrecha calle. En lo que al parecer era la plazuela, estaba un pequeño portal. Bajó del vehículo y al acercarse vio un hombre sentado en un equipal.
–Tendrá ochenta o noventa años, tal vez más –calculó.
Miraba el horizonte sosteniendo en sus manos un burdo bastón.
–Buenas tardes.
–Buenas tardes –contestó el viejo sin mirarlo.
–¿Tiene un poco de agua?
–Sí, allí en el cántaro, tome el jarro.
Al observarlo de cerca se dio cuenta de lo arrugado de su cara.
–Por el aire y el sol –dijo en voz baja.
–¿Decía algo?
–No, nada.
El viejo miraba ahora el suelo, con el bastón mató una hormiga.
Transpirando el agua que se tomara, se echó aire con la gorra. Al sentarse en una piedra en la sombra del portal, descubrió las ruinas de lo que debió ser una finca enorme. Las paredes estaban deslavadas, las vigas podridas y todo destruido.
–La casa de La Hacienda, ya no queda nada en pie –observó el viejo.
Al frente estaba la iglesia. Hasta ahora se daba cuenta lo alta que era, con una sola torre. Curiosamente labrada y su tamaño desproporcionado para el pequeño pueblo.
–Está vacía –dijo el viejo, –también se cuarteó, aunque nunca la utilizaron.
Se paró por otro jarro de agua, al parecer no se le quitaría la sed.
–¿De donde viene?
–De aquellas barrancas.
–Sí, lo vi pasar hace tres días.
Ahora que lo recordaba había pasado por ese pueblo, aunque no le dio mayor importancia.
–Esa iglesia se me hace extraña, como si la hubieran hecho para un pueblo más grande.
–La iglesia tiene una historia –contestó el viejo. –Además, cuando la hicieron este pueblo tenía muchas casas. Lo visitaba gente de todas partes. Allí en la plaza colocaban sus tendidos los comerciantes. Las mujeres lavaban en el río y había agua de sobra; ahora hay que escarbar para sacarla, ya no hay mujeres ni río.
–Dice que la iglesia tiene una historia.
–Sí, –contestó el viejo, –más que historia es una maldición.
A últimas fechas, mejor dicho desde que terminara su carrera, se había dedicado a estudiar sobre los metales. Los subsuelos y las reacciones químicas eran sus preocupaciones permanentes. No obstante siempre le gustó leer mucho; aunque era creíble que una iglesia tuviera una historia, resultaba absurdo aquello de una maldición. Jamás se le ocurrió que le pudiera suceder tal cosa.
–¿Y por qué está maldita?
–La construyeron sobre un pecado muy grande.
Estaba exasperado, el viejo disfrutaba su curiosidad. Lo que era peor, parecía haber perdido el interés en la conversación. Le asaltó la duda, ¿y si estaba jugando con él?
–Fue hace muchos años –dijo de pronto, su voz sonó apagada, el hacendado era un hombre muy rico, el más rico de toda la región. Tenía dos hijos, un hombre y una mujer. No queriendo que se dividiera su fortuna pensó en casarlos, el señor obispo se negó a autorizar aquel matrimonio.
Desde al llegar, tuvo la impresión que el viejo lo esperaba. Empezó a intrigarse, sin lograr saber si lo que oía era verdad o sólo la imaginación de aquel hombre con apariencia de ermitaño.
–Era tanta su necedad que fue hasta Roma. Su viaje duró algo así como tres años, deseando solicitar del Papa el permiso para casar a sus hijos.
Ahora no hacía un solo gesto, mantenía los ojos semiabiertos. Los recuerdos lo arrastraban. De pronto despertó matando otra hormiga con el bastón.
–Al negarlo el Papa, el hacendado obligó al cura a casarlos. Dos hermanos –continuó, –que duermen en la misma cama; ni aquí ni en otro lugar ha pasado algo semejante. La gente estaba asustada; muchos se fueron a trabajar a otras haciendas y el pueblo se fue quedando solo.
De pronto, el viajero tuvo la sensación de haber visto en algún lugar a ese viejo que ahora estaba enfrente.
–Con el tiempo –prosiguió, –murieron los dos muchachos y las personas empezaron a hablar de la maldición. Al hombre lo mató un caballo cuando revisaba los lienzos; los que iban con él dijeron que lo arrastró por las piedras hasta despedazarle la cabeza.
El viajero quiso interrumpir, el hombre no lo dio importancia.
–La mujer murió en el primer parto; el niño nació muerto. Se quedó solo el rico, logrando su propósito de no dividir su fortuna.
La certeza de conocerlo sin recordar lo inquietaba. El anciano, ajeno a las preocupaciones de su oyente se perdía en su propio murmullo.
–Se la pasaba allí afuera de la casa. Con la cabeza agachada, se fue haciendo jorobado, como si los tiempos le pesaran en la espalda.
Lo comparó con el abuelo sin encontrar un punto de apoyo, este hombre era de piel demasiado oscura.
–Un día trajo muchos albañiles y puso la gente a hacer una iglesia. Esa que a usted se le hace curiosa. Así quiso pagar su deuda con el cielo. Cuando la terminaron el hombre murió. Ya no tenía razón ni voluntad de vivir. En pocos días dejó de hablar, tampoco oía cuando le hablaban. Se le cerraron los sentidos por dentro y se le enjutó el cuerpo. Aunque todos temían, hubo gentes piadosas que lo amortajaron y le dieron sepultura.
–¿Usted tiene familia? –interfirió el visitante queriendo saber algo del hombre.
–Cuando llegó el agrarismo –dijo, sin tomar en cuenta las palabras del visitante –repartieron la tierra. Por más esfuerzos que hicieron no lograron arrancar una sola cosecha; la gente se fue y quedó solo el pueblo.
El visitante seguía desconcertado, no encontraba la razón del por qué le parecía familiar el viejo.
–La iglesia nunca tuvo ningún uso, las personas no quisieron entrar por temor a la maldición.
Se quedó pensando en aquella historia, en el pueblo, en el hombre que creía reconocer. Todo se presentaba extraño, diríase impreciso. Efectivamente, cuando la tierra deja de producir los pueblos son abandonados.
Una maldición que acaba con el agua del río y convierte en árida la tierra. No encontró explicación, todo era demasiado confuso. El ambiente continúa sofocado, a pesar que el sol ya no está vertical, el viento no sopla y se siente una pesada quietud. Al aspirar el aire caliente y seco, el tiempo regresa y todo adquiere vida, hay mucha gente; se oye el río correr, las trojes están llenas de maíz y los becerros braman.
Cuando despertó, el día se apagaba, el sol empezaba a ocultarse. El viejo respiraba acompasadamente con l barbilla pegada al pecho. Miró a todos lados, no había nadie más. Sin despejarse aun de la mente, abordó su vehículo.
Rodea unas lomas y aparecen las montañas a lo lejos. Al observar el volcán le pareció ver al viejo sentado en su equipal, dormido, sin inmutarse. Se restregó los ojos y abriéndolos de nuevo la visión continuaba. Se palpó la frente sintiendo tener fiebre. Apretó el pie en el acelerador, debía llegar antes del amanecer.
Ilustración, Viejo. Guillermo Chávez Vega, Julio 1987.