Con el ánimo contrito

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Con el ánimo contrito

Juan M. Negrete

Contempla uno las imágenes de la destrucción que causó el impacto del huracán Otis al puerto de Acapulco y no nos vienen sino sentimientos de contrición. Los vagos antiguos tenían una sorna de oración para emparejar cartones por los excesos etílicos, que rezaba así: ¡Ay, señor!, si en la borrachera te ofendí, en la cruda me sales debiendo… Sin esforzarnos mucho así son los cauces del sentimiento que nos corre cuando revisamos los destrozos de este meteoro.

De alguna manera, ensayamos a pasar la página del pesimismo y no le damos entrada a la culpabilidad, porque bien entendemos todos que se trata de catástrofes naturales, de fenómenos incontrolables. Algunas veces nos dan oportunidad de prevenir sus crestas y se guarecen los afectados en los mejores refugios posibles para evitar al menos la pérdida de la vida, la propia y la de los cercanos, que es lo más doloroso de estos trances. Cataclismos como los huracanes, o los temblores, o la caída de meteoros insólitos, como del que nos cuentan que extinguió a los dinosaurios, o diluvios, o lo que nos venga impredecible e inexorable, nos someten a su crueldad. Y ya. No hay nada por enfrentar de ellos, sino acatar su paso y doblegar nuestra soberbia.

Pero hay otro tipo de destrucciones similares, que dejan estelas de sufrimiento y que sí está en nuestras manos frenarlas o impedirlas. No son precisamente ineluctables. Veamos por ejemplo las escenas de la destrucción que generan los estallidos de los misiles en Gaza, para mantenernos en la rúbrica actual. Igual podríamos citar espectáculos sádicos y de honda necrofilia que ha experimentado nuestra especie en su crueldad y en nuestra estupidez rayana a toda prueba. Haber hecho estallar dos bombas atómicas, una en Hiroshima y otra en Nagasaki, no tiene parangón de sevicia ni de imbecilidad frente a cualquiera otra cretina hazaña humana.

Igual podemos invocar el exterminio de pueblos enteros, aunque como decía Manrique, ni hayamos visto ni hayamos oído sus historias. Los armenios desaparecieron de la faz de la tierra y no fue por maldición divina. Nunca se quiere hablar de estos temas, cuando se remueve el asunto. Menos si están presentes turcos, que vienen siendo descendientes de los otomanos que aplicaron esta saña contra tal pueblo mártir.

No nos vayamos tan lejos. ¿Qué fue de los pueblos originarios que habitaban las extensas planicies de lo que ahora compone la orgullosa unión americana, el país vecino que se arroga, según ellos propalan de sí mismos, el palmarés de ser la democracia y el país modelo, el garante mundial del estado de derecho? Difícilmente se halla uno a un indio norteamericano vivo, transitando por las nuevas ciudades, las nuevas sodomas según las catalogaría un discurso bíblico aplicado a estas desmesuras. Fueron aprisionados en reservaciones, como la muñeca fea, para que no descompusieran el cuadro ante las visitas. ¿O por dónde fue esta tonada tan desafinada?

Claro que no les salió a nuestros vecinos güeritos la comparsa tal cual la habían aderezado. A causa de sus monopolios en la economía mundial y a sus prácticas extractivas y concentradoras de riquezas acumuladas, la población mundial, que se rige por perseguir los bienes y sus concentrados, les ha caído en masa tanto a los gringos como a sus ancestros los europeos. Las migraciones mundiales tienen focos muy bien definidos. Y cada día se les complican más los esquemas de topes para impedirlas. Nada más aquí en el norte se nos dice que ya hay como sesenta millones de latinos y de ellos por lo menos el sesenta por ciento es de origen mexicano. Y peor que se les va a poner a todos estos saqueadores, por sus malas mañas.

Los espectáculos de expulsión de ilegales, o de deportaciones negociadas, o de cerrojo militarizado de las compuertas, que dan o le impiden el paso a tales turbas migratorias, contristan el ánimo tanto o más que los inesperados embates destructivos de los cataclismos. Con las turbas de los migrantes, o más bien adosado a ellas, vemos dispararse el tráfico de enervantes. No será que lleven estos pobres peregrinos retacadas sus alforjas con drogas, tal cual lo quieren pintar las malas imágenes de la propaganda aviesa, como para justificar su persecución y su expulsión, cuantas veces sea necesario. Pero de que se trata de fenómenos concomitantes, que ni quepa duda.

Estamos viviendo el desorden de la economía mundial. A tales y tal vez peores extremos nos está conduciendo esta forma de regir los procesos de la convivencia mundial. Cuando detenemos la lupa en un rincón en especial, volvemos abatidos la mirada hacia otra parte. Los peores espectáculos son las imágenes de la destrucción que generan las guerras. Pero eso es tan viejo como nuestra especie. Sin embargo, cuando volvemos la mirada a ciertos emporios destinados al descanso, como vemos hoy en Acapulco, no podemos contener casi el llanto y la compulsión nos atosiga.

Tenemos que cambiar en serio muchas de nuestras malformaciones para que estos espectáculos desastrosos, naturales o provocados por nuestra propia estupidez humana, se tornen más raros cada vez. Y acomodar nuestras cosas para que cuando se presenten los inevitables, los ineluctables, nos dejen secuelas más inocuas, menos agobiantes, menos sulfurosas. De que hay que poner manos a la obra, no hay duda. Pero ¿cuándo iremos a empezar a corregir tantas planas defectuosas de nuestra vida colectiva, y por dónde?

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