Conciencia y sufrimiento
Pseudo Longino
Que la vida consciente se sufre es algo que los filósofos y también los hombres religiosos han reflexionado desde hace milenios. Contra el sufrimiento, como un remedio o fármaco, se presenta la filosofía helenística, con diferentes caminos para lograr la ataraxia, la imperturbabilidad ante el dolor, físico y mental.
Pero el sufrimiento individual no viene solamente de problemas que padece el propio individuo, sino que tiene que ver con la consciencia del sufrimiento de todo lo que vive. Es un sufrimiento compartido. La conciencia de nuestra propia muerte es también la conciencia de la muerte de cualquier criatura. Y el dolor que sentimos en nosotros podemos suponerlo en todos los seres. La conciencia nos hace empatizar, aunque no queramos, con el sufrimiento universal.
La conciencia de uno mismo es también la conciencia de lo otro. Si no estamos atrofiados por algún desorden psicológico, si no estamos depravados por una bruta insensibilidad (que puede ser también consecuencia de demasiado sufrimiento), si conservamos un resto de humanidad, entonces sufriremos con el padecer ajeno, lo que, de hecho, hace que ya no sea ajeno.
La tradición judeocristiana ha interpretado esto desde su marco conceptual. Los animales sufrieron la Caída junto con Adán y Eva. Eran felices, no sufrían, en el Paraíso. Pero Adán, a quien se le había puesto a la cabeza de las criaturas, arrastró a todas hacia el dolor y la muerte. Parte de esa Caída incluye la nomenclatura: al darles nombre, Adán ató a sí mismo a las bestias y, al caer, las alejó de su auténtica naturaleza.
De ahí viene la idea de que la salvación no sólo incluirá al ser humano, sino a todos los vivientes, que también esperan, aunque no conscientemente, la Segunda Venida de Cristo y la reencarnación.
Todo sufre y todo espera. La naturaleza gime y estamos condenados a escucharla y verla sufrir. Y a sufrir junto con ella. Según los cristianos, sin embargo, también estaríamos destinados a redimirnos. Y entonces todo el dolor habrá tenido algún sentido.
Pero fuera del marco cristiano, ese sufrimiento, sin finalidad o propósito, es abrumador: lo que vive sufre sin esperar algo más. Y nosotros somos los más conscientes, o los únicos, de todo ese dolor. ¿Para qué? ¿O por qué? En el marco conceptual del pesimismo, no hay una finalidad. La consciencia es nuestra maldición, una aberración, que nos obliga a asomarnos a ese abismo, sin que podamos apartar la vista.
Por eso la propia consciencia, nuestra propia mente, tiene que protegerse. La escatología cristiana es un ejemplo. Da esperanza. Da una respuesta, una razón de todo el drama de la Creación. Si nos sobrecogemos por el sufrimiento animal, deberíamos retrotraernos al origen, la Caída, pero también al fin, la Redención. El dolor es el camino entre dos etapas de felicidad, la del Paraíso que fue y el que será.
Así, con esa interpretación, hay quienes hallan cierto consuelo. Pero ¿no está la duda permanente de que no sea así? La consciencia hace otra vez de las suyas. Pone en cuestión sus propios mecanismos defensivos y hace asomar, desde lo profundo, la verdad siniestra del absurdo.
Que la vida consciente se sufre es algo que los filósofos y también los hombres religiosos han reflexionado desde hace milenios. Contra el sufrimiento, como un remedio o fármaco, se presenta la filosofía helenística, con diferentes caminos para lograr la ataraxia, la imperturbabilidad ante el dolor, físico y mental.
Pero el sufrimiento individual no viene solamente de problemas que padece el propio individuo, sino que tiene que ver con la consciencia del sufrimiento de todo lo que vive. Es un sufrimiento compartido. La conciencia de nuestra propia muerte es también la conciencia de la muerte de cualquier criatura. Y el dolor que sentimos en nosotros podemos suponerlo en todos los seres. La conciencia nos hace empatizar, aunque no queramos, con el sufrimiento universal.
La conciencia de uno mismo es también la conciencia de lo otro. Si no estamos atrofiados por algún desorden psicológico, si no estamos depravados por una bruta insensibilidad (que puede ser también consecuencia de demasiado sufrimiento), si conservamos un resto de humanidad, entonces sufriremos con el padecer ajeno, lo que, de hecho, hace que ya no sea ajeno.
La tradición judeocristiana ha interpretado esto desde su marco conceptual. Los animales sufrieron la Caída junto con Adán y Eva. Eran felices, no sufrían, en el Paraíso. Pero Adán, a quien se le había puesto a la cabeza de las criaturas, arrastró a todas hacia el dolor y la muerte. Parte de esa Caída incluye la nomenclatura: al darles nombre, Adán ató a sí mismo a las bestias y, al caer, las alejó de su auténtica naturaleza.
De ahí viene la idea de que la salvación no sólo incluirá al ser humano, sino a todos los vivientes, que también esperan, aunque no conscientemente, la Segunda Venida de Cristo y la reencarnación.
Todo sufre y todo espera. La naturaleza gime y estamos condenados a escucharla y verla sufrir. Y a sufrir junto con ella. Según los cristianos, sin embargo, también estaríamos destinados a redimirnos. Y entonces todo el dolor habrá tenido algún sentido.
Pero fuera del marco cristiano, ese sufrimiento, sin finalidad o propósito, es abrumador: lo que vive sufre sin esperar algo más. Y nosotros somos los más conscientes, o los únicos, de todo ese dolor. ¿Para qué? ¿O por qué? En el marco conceptual del pesimismo, no hay una finalidad. La consciencia es nuestra maldición, una aberración, que nos obliga a asomarnos a ese abismo, sin que podamos apartar la vista.
Por eso la propia consciencia, nuestra propia mente, tiene que protegerse. La escatología cristiana es un ejemplo. Da esperanza. Da una respuesta, una razón de todo el drama de la Creación. Si nos sobrecogemos por el sufrimiento animal, deberíamos retrotraernos al origen, la Caída, pero también al fin, la Redención. El dolor es el camino entre dos etapas de felicidad, la del Paraíso que fue y el que será.
Así, con esa interpretación, hay quienes hallan cierto consuelo. Pero ¿no está la duda permanente de que no sea así? La consciencia hace otra vez de las suyas. Pone en cuestión sus propios mecanismos defensivos y hace asomar, desde lo profundo, la verdad siniestra del absurdo.