Danzoneras / II

Danzoneras / II

Mel Toro

El cuadro me desestabilizó. En ese momento comparé mi reacción, con la que le vi a La Peseta, cuando era niño. Lupe, La Peseta, muchacho sencillo, lenguaraz y dicharachero. En su juventud no salía de las cantinas. Tanto que terminó juntándose a vivir con una de las muchachas de con La Ciega. Ella era de Ejutla. Pero La Peseta la sacó del tugurio y la hizo su mujer. Tuvieron luego varios hijos y la familia reformó a ambos. Pero ésta es otra historia. En sus primeros años de amasiato, rentaba una casita cerca del viejo burdel. Bueno, de los burdeles, porque en ese tiempo sólo había dos en el pueblo, el de La Ciega y el de La Paleta.

Los dos congales quedaban en la misma cuadra y por la misma acera. Enfrente estaba el molino del Rocío, que también, más antes, había sido burdel. La cantina de La Paleta venía ocupando la esquina oriente; el de La Ciega la del poniente. En medio no había casas con familias. Lo único que los separaba eran los cebaderos de José Cañadita. Con el tiempo, un presidente municipal les obligó a ponerles nombre a los negocios. La Paleta lo bautizó con el sonoro nombre de “Salón Nereidas”. La Ciega no se puso fina, sino ocurrente. Lo tituló: “El sesteo de las aves”. Según el alcalde, así se dignificaron los negocios. Pero los clientes les siguieron nombrando con el nombre de sus madrotas: La Ciega y La Paleta. Todo mundo sabía dónde quedaba el rumbo de las cantinas.

La Peseta y su mujer empezaron su empresa familiar como empiezan todos los pobres. No les caían a su bolsa suficientes recursos. Se las arreglaban con lo poco que obtenía él de su oficio de albañil. Así fueron saliendo, hasta que les medio sonrió la fortuna. De todos modos, ellos nunca retaron al cielo por su suerte. La vida se pinta tal cual viene y así hay que vivirla, decían a una. Y a una mano enfrentaron siempre sus pesares y alegrías. Al principio, por su escasez y penurias, rentaron un departamentito que se comunicaba con otro por el corral. Éste, a su vez, estaba rentado por dos muchachitos, dos adolescentes. Ambos gastaban su juventud como pareja, sin que estuviera bien claro cuál la hacía de hombre y cuál de mujer.

Una tarde, La Peseta se encontraba al fondo de su casucha, arreglando un tejabán. Oyó que los amantes alegaban. Cuando sintió que el tono de las voces subía de volumen y que iban a pasar a las manos, se asomó. Sin perder un instante, resorteó hasta con ellos, para evitar un desaguisado. De un leñazo en el lomo, desarmó a la ‘muchacha’, que ya estaba lista para matar a su ‘esposo’ por celos absurdos, como siempre. La presencia de la muerte era inminente. Pero todavía podía espantarse. Fue lo que hizo La Peseta.

El leñazo le abarcó al chichifo todo lo ancho del lomo. La Peseta acompañó su garrotazo con un grito simple: “Por eso, pues; ¿luego?”. Le salió estentórea la voz. Nunca la ensayó antes, pero le resultó fulminante y sonora, cuando se ocupó. Todo mundo puede decir que La Peseta fue en vida un pecador, un don nadie. Era un albañil sin más luces y esperanzas que vivir al día. Pero salvó la vida de un ser humano. Y eso lo hizo grande a mis ojos, cuando aún tenía yo conmigo los tiernos ojos de mi infancia.

Me vino de golpe su recuerdo. Sentí sonrojarme entero. Pensé que me tragaría la tierra. El pueblo ya creció. Ahora nos dicen que es ciudad. Mas nosotros, refinados, citadinos, dimos medio giro y seguimos adelante, unos a ver a sus hijos, otros a encargar bebidas y a emborracharse, quienes más a reír y a bailar. ¿Dónde se me quedó mi verdadera hombría? ¿Tanto papel y tanto humo me hicieron perderla?

Me repiqueteó en el cerebro aquel grito de La Peseta, que no tiene desperdicio. “Por eso, pues; ¿luego?” Es una frase hasta sin sentido, técnicamente mal armada. Pero no pude desperdiciarle su jugo vital, que la llena a plenitud. De inmediato me la tapó un fragmento del poema de Blas de Otero:

¿Esto es vivir?

¿Horror a manos llenas?

¿Ser y no ser eternos fugitivos?

¿Ángel con grandes alas de cadenas?

Recogimos de la tienda a nuestras amigas, asombradas también de la violencia que explotó ante sus ojos. Nos fuimos presurosos al casino, para entregarnos al baile. Nos integramos a la chorcha y al buen ambiente. Hubo alta diversión. Todo lo demás ya quedó en el olvido. Pero cada que recuerdo esa tarde, me vienen a la memoria los vidrios empañados del coche que nos llevaba al salón de la fiesta, tan empañados como la conciencia de mi cobardía. Por un tallón con la manga, para descorrer el vaho, pude ver tirado en la calle al desafortunado ciclista, bien muerto. El otro, el gordo, iba huyendo, calle abajo, con la pistolita en la mano, todavía humeante. En la bolsa trasera del pantalón le abultaba una botella de licor a medio consumir.