De la muerte, para empezar
Mictlantecuhtli (Dios mexica de la muerte)
Silvia Patricia Arias Abad
Haciendo alusión al primer capítulo del libro “Las Preguntas de la Vida” de Fernando Savater titulado “La Muerte para empezar” y a través del cual se comienza con una reflexión filosófica en torno a la vida, anteponiendo la conciencia de la muerte y sin la cual, aquella no podría ser entendida. Justamente en el ámbito filosófico, la muerte es contemplada como un fenómeno inherente al análisis del sentido de la existencia, puesto que ¿cuál podría ser el mayor sentido de la vida si no es dirigirse desde el momento en que se nace a realización profunda de la existencia con todo lo que ésta conlleva en su proceso. Así, la muerte es considerada por Miguel de Unamuno como la paradoja de la vida, puesto que el ser humano no sufre la muerte en sí, o su previsión, sino la vida misma. Lo paradójico sería más bien estar condenado a ser inmortal, como lo plantea en “El Sentido Trágico de la Vida”.
La muerte es parte fundamental de la vida, por lo que es uno de los grandes temas de la Filosofía. De una forma u otra la muerte está en nosotros, como un fenómeno biológico, filosófico, antropológico, religioso y al mismo tiempo como una experiencia existencial. La muerte de los “otros” se viven como ensayos de nuestra propia muerte, puesto que el impacto de la muerte no se experimenta de igual forma si se habla de “La muerte”, como un objeto de estudio al que se le observa ajeno y separado del entorno individual; o bien, de la muerte de “un otro” por más cercano que sea (padre, madre, hermanos, hijos). Ninguno de estos modos de experimentar la muerte se iguala a la muerte del “Yo”, de “MÍ” mismo, porque moriré yo, a pesar de ser yo.
La muerte al igual que la vida son intransferibles, nadie puede vivir por otro, así como nadie puede morir por otro, aunque la frase se revistiera de un sentido romántico: “moriría por ti”, que suelen decirse los amantes en su profundo desvelo, y sumidos en la irrealidad que el amor transfiere, nada más falso y falto de realidad que esod. Frente a nuestra existencia estamos profundamente solos, frente al abismo de nuestra finitud y mortalidad lo estamos aún más.
Si la vida es la posibilidad, la muerte es la imposibilidad de toda posibilidad, Heidegger nos recuerda que el Dasein, ese “Ser-ahí” arrojado al mundo tiene que vérselas con su mortalidad, porque la muerte es la posibilidad más auténtica del ser humano, que está ahí para morir: es “el-ser-para-la-muerte”. No hay más certeza que la muerte, como destino propio y de todos los que nos rodean, conocidos o desconocidos, amados u odiados.
Al final, es esta certidumbre de la mortalidad lo que nos hace humanos. La conciencia de la muerte nos humaniza, a diferencia de los llamados animales no racionales, que “presienten” la muerte solo como un peligro, pero que en ningún momento llegan a tener conciencia ni mucho menos certeza de su muerte. ¡Dichosos los animales que no saben que van a morir! Profieren algunos, pues no estarán sumergidos en el abismo de la angustia constante que significa el acecho permanente de la muerte, mientras que otros agradecen el saberse finitos, pues con la conciencia de ésta, la vida se reviste de un valor máximo debido a su inmediatez, ¡Vive ahora o nunca!
El ser humano tiene que morir y muere, pero también quiere vivir (no quiere morir) y en esta tensión dialéctica discurre su existencia. La muerte, como ya se dijo, es inherente al ser humano, sin embargo, hay quien la observa como un fenómeno exterior a la vida. Querer vivir, nos remite a darle la espalda a la muerte, eludirla, no porque no vaya a llegar en un momento determinado, sino porque al no poder eliminarla, simplemente se intenta postergar su llegada, inclusive considerándola como un fenómeno fuera de la vida. A este respecto, Epicuro enunciaba que cuando estamos vivos existimos, y la muerte no es, y cuando hay muerte somos nosotros los que no existimos, por lo que no hay momento en el que compartamos nuestro ser junto a la muerte. La muerte, por tanto, no se relaciona con nosotros, no nos afecta.
Esta posición materialista, condensa el imperativo de retrasar el mayor tiempo posible la muerte y alargar la vida todo lo que se pueda. El desasosiego que produce la muerte en la condición humana le lleva a ser presa del deseo infinito de su propia infinitud, aunque ésta resulte ser inalcanzable. Las exigencias de la vida contemporánea suman a esta reflexión, el acaparamiento del tiempo vital, que es consumido con la sola finalidad de convertir al ser humano en un ser útil, pero, sobre todo, productivo, y es en esta vida productiva en la que se consume cada minuto de la existencia, es así como la vida se pasa sin ser percibida, sin ser pensada, no se diga ya la reflexión en torno a la muerte. Este sistema social y económico impide pensar la vida, vivir la existencia y en consecuencia concebir nuestra mortalidad como una realidad que nos circunda. Cuando llega la muerte se ha consumido cada minuto de la vida, pasó por nuestros ojos sin darnos cuenta, hasta que ya es demasiado tarde, porque la muerte es y nosotros ya no somos más.
Resulta caprichoso preocuparnos por los momentos en los que no estaremos, en lugar de inquietarnos en cómo vivir nuestras certezas existenciales. Tal vez, deberíamos reflexionar más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el angustiante asombro de la muerte. Michel de Montaigne afirmaba desde esa perspectiva epicureísta con tintes estoicos que el arte del buen vivir debe incluir necesariamente el arte del buen morir. La muerte pues, no debe concebirse como un enemigo que se puede evitar, así que más vale acostumbrarse a ella y no oponer resistencia. Entender que la muerte no es un mal sino parte de la vida, nos permitirá liberarnos del temor y la angustia que la rodean. De modo que, volver al inicio y darnos cuenta de que pensar en la muerte no implica estancarnos en su posibilidad constante y en su certeza implacable, sino engrandecer el valor y la importancia de los instantes de nuestra existencia es el verdadero fin, puesto que saber que la vida es irrepetible dada su finitud, es precisamente lo que le da sentido.
Así que, aceptemos la invitación que nos hace Montaigne: que no nos quite el sueño morir, pero sobre todo que no nos quite la oportunidad de gozar unas flores de almendro, una noche suave de verano o una buena copa d e vino…