Efigenia (cuento) / I

EFIGENIA (cuento)

Mel Toro

Primera de tres partes:

Hermoso nombre el de mi abuela paterna: Efigenia. Como el de la hija dilecta de Agamenón, rey micénico que destruyó Troya, y de Clitemnestra, la hermana de Helena. Claro, castellanizado. Es divinal la ruta que siguen las palabras. Ifigenia, la de estirpe fuerte, la de raíz gallarda. No quería Poseidón dejar avanzar a los griegos hacia la conquista de Ilión, porque al botar las negras naves al mar olvidaron elevarle un sacrificio, como siempre se hace con las preces y las oraciones. Molesto, les era contrario con vientos y corrientes marinas. Tuvieron que pedir a los arúspices que escudriñaran la voluntad del dios, desagraviarlo, cumplirle un deseo, el que fuera, con tal que les permitiera continuar la marcha. Tétrico mandato: regresar a la patria y sacrificar en el ara al primer humano que encontraran. Agamenón dispuso la flota y encabezó la expedición. Su amada hija Ifigenia, la predilecta, atisbaba todos los días el mar por si miraba regresar a sus hombres. Y cuando vio en la lejanía marina el barco de su padre, salió jubilosa a recibirlo. Fue la víctima propiciatoria, dispuesta por la moira, para desagraviar a Poseidón. La llevaron al altar del sacrificio.

Yo pienso ahora que mi abuela jamás supo lo que significaba su nombre, ni menos conoció la historia de esta heroína micénica, de la estirpe de los atridas, envueltos en crímenes y tragedias. Recibió ella tal nombre, en la pila bautismal y en el registro de nacimientos, merced a la tradición en nuestros pueblos de nombrar a los recién nacidos de acuerdo a lo que el santoral y el calendario traigan en su día de nacimiento. Efigenia, mi abuela, indígena mexicana de estirpe náhuatl, recibe, mediante tradición española y católica, el nombre de una heroína griega, víctima propiciatoria para Poseidón, dios de las aguas y de los vientos marinos.

Las creencias íntimas de Efigenia, las personales y las vinculadas con el funcionamiento de la naturaleza, no tuvieron nada que ver con los contenidos religiosos que los griegos desarrollaron en torno a Zeus, a Poseidón, a Hera o a Afrodita, en su religión olímpica. Ni siquiera emparentaban con las creencias judeocristianas que vinieron a instalarse aquí tras la conquista. Gracias al sincretismo colonial, el ropaje de su cosmovisión tuvo nombres cristianos y declaraciones católicas. Pero las creencias de Efigenia no eran católicas, ni olímpicas. Ella era idólatra. Profesaba la cosmovisión de nuestros naturales, que persistió en nuestra gente a pesar de la persecución católica, que aún no concluye.

Gracias a sus creencias, vivo yo. No sé si agradecérselo o no. Pero ella me salvó, cuando infante, del extravío y de la muerte. Y esto es verdad. Yo no creo en los duendes, como dijo Unamuno de las brujas. Pero de que los hay, los hay. Porque si no los hubiera, mi abuela no me hubiera rescatado de ellos. Y yo no me hubiera criado. Me crié y crecí. Por lo tanto, los hay. Dejo a los lógicos la validez de este razonamiento. Pueden destazarlo y destrozarlo, si quieren. Yo voy a irme al cuento que le da origen. Porque hay cosas en la vida que no tienen que ver con la lógica. Y esto deben saberlo muy bien hasta los científicos.

El hecho crudo es que vivo yo. Y si vivo es porque no me morí de chiquito, aunque fue alto el riesgo de que me pasara. Desde luego, no recuerdo nada de todo ese brete. Me lo contó todo puntualmente mi madre, que fue una ferviente católica y que, a pesar de este defecto, me quiso mucho porque fue una gran madre. Yo no sé si quiso a mis hermanos mucho o poco. Pero a mí me amó de más. Y debido al cariño extremo de una madre católica y de una abuela paterna idólatra, caí en las garras de los duendes. Pero también fui rescatado de ellos. Como digo, no lo recuerdo. Pero lo sé porque me lo relató mi madre. Como me amó tanto, nunca he creído que haya querido engañarme. Así que, para desencanto de los señores de la lógica que a toda tesis le ponen pero, menos a sus deducciones, también por esto debe ser verdadera mi narración.

Resulta pues que, cuando nací, mi familia atravesaba por una racha de penuria extrema, la más aguda de las que vivimos. Y no se debió solo a que en casa escasearan víveres y recursos, que era el caso; sino que la situación se agudizó porque desde un año antes de que yo naciera y uno después de que vi la luz primera, se declaró una terrible sequía en la zona. La producción de alimentos y granos, que es la fuente económica principal del pueblo, se desplomó. Todo mundo estaba pobre. Pero mi familia, que ya lo era, se empobreció de más, al grado de la miseria extrema.

A mi madre le maravillaba que yo, desde que nací, fuera tan chillón. Todos los chiquitos empachan con sus berridos. Pero yo paré el dedo. Lloraba y bramaba todo el santo día, hasta que perdía fuerzas, me desmorecía y finalmente me quedaba dormido. A poco me despertaba y volvía al concierto de gritos y berridos. No se lo explicaba mi madre y buscaba cómo curarme, pensando que tendría algún mal especial. Nunca lo supo. Hasta que crecí yo, me di cuenta clara de las cosas de la historia familiar y de la sequía en la zona. Fue entonces cuando vine a saber la razón del extraño comportamiento mío en los primeros meses de mi vida. Nunca se lo dije a mamá, para no atormentarla. No tenía caso lacerarla. Pero lloré seis meses seguidos de hambre. Sus pechos no tenían la suficiente leche para alimentarme. Y yo me quedaba siempre con hambre, a pesar de que succionaba hasta con ira mi fuente láctea tan escasa.

[Continuará…]

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