El león del Caribe
Elena Fernanda Guzmán Ávila
Han pasado más de cuatro semanas. Casi no hemos dormido debido al mal clima que ha habido. El viento no descansa, las olas golpean sin tregua y las noches parecen más largas ahora que apenas tenemos para comer.
Hemos estado navegando rumbo a Nueva España con el barco casi lleno de mercancía, cosas que para mí y los demás no son de tanta importancia, ya que desde que hemos zarpado hemos notado ciertas actitudes en él.
Pronto se hizo más evidente nuestro miedo al notar que el capitán, se había vuelto más agresivo. El ya no era el mismo. La tormenta de anoche fue la peor que he visto en mi vida. Las olas parecían montañas vivas y el cielo, una garganta rugiente de furia.
Con la tormenta perdimos bastantes provisiones y mercancía. La bodega se había inundado, y uno de los mástiles cayó al mar, arrastrando consigo a dos hombres.
Cuando el sol salió, rojo y enfermo, descubrimos que estábamos en una isla. Ahora estábamos sin mapa ni brújula. Ni siquiera estaban las de repuesto, como si alguien las hubiera hecho desaparecer.
—¿Quién lo hizo? — pregunté a la tripulación. Nadie había respondido a mi pregunta.
Luego de algunos días, cuando nuestras provisiones eran mínimas, intentamos pescar. Fue en vano. Era una miseria con la que apenas podríamos sobrevivir. Una mañana, el capitán nos habló.
—Formaré equipos de cinco, tres hombres por grupo. Buscaremos alimento en lo profundo de la isla— luego de tanto tiempo oír la voz del capitán, era tan raro que incluso daba miedo.
Nos dio órdenes como si nada. A mí me asignó con él mismo junto con otro marinero. Fernando era fuerte, pero no sabía cuándo callarlo que lo volvía inestable.
Luego de varias horas no habíamos encontrado nada dentro de la maleza de la isla. Aun así, el capitán seguía al frente, como si conociera el lugar. Mientras tanto Fernando murmuraba detrás de mí, volviendo su tono de voz cada vez más fuerte.
—Maldito loco… Esto no tiene un maldito sentido— decía entre dientes. —¿Quién diablos nombró a este viejo nuestro líder? ¿Eh, Alexander? ¿Tú lo sigues por miedo o por estupidez?
Intenté razonar con él para que se calmara y aun así parecía que aumentaba su ira.
—Alexander, no hemos encontrado nada— Me gritó de pronto. —Este bastardo nos trajo a este lugar a morir como unas malditas ratas.
—¡Fernando, basta! — le grité mientras le daba un golpe en la cara para que se calmara. El ruido del golpe hizo que el capitán se girara a vernos, observándonos.
Mientras Fernando y yo discutíamos, sacó una daga y la hundió en el abdomen de Fernando, con un sonido sordo y húmedo. No gritó. Sólo soltó un gemido de dolor. Lo vi desplomarse de rodillas.
El capitán sostuvo su mirada hasta el final. Luego retiró la daga con un tirón seco. La sangre salpicó su ropa.
—Era necesario — murmuró, mientras limpiaba la hoja de la daga con su pañuelo —. Y además ya tenemos para darle a los hombres. La carne aún debe de estar fresca. Asi que no podremos desperdiciar esta oportunidad
—¿Qué fue lo que dijiste?
—¿Acaso no lo entiendes? Fernando ya esta muerto, su carne es fresca así que podemos darnos un pequeño festín. Ahora es más útil
—Señor, esto no está bien. No podemos hacer eso — hablé mirando al capitán a los ojos y luego miré al suelo, donde estaba el cuerpo —. Nada de esto tenía que pasar
Ayudé al capitán a cortar la carne en pedazos. Luego escondimos su ropa en la tierra, junto con sus huesos. Luego de eso regresamos a la costa, donde estaba los demás hombres de la tripulación.
— Encontramos a un jabalí al sur de la isla. Carne limpia y fresca para comer —. Anunció, alzando el fardo ensangrentado.
Nadie preguntó, ya que otros hombres habían encontrado gallinas y, para este momento en donde el hambre era prominente, ya daba igual qué hiciéramos por comida. Sólo querían satisfacerse
Más tarde, aquel mismo día, yo me quedé un poco lejos del círculo de luz, de la hoguera. Veía cómo todos disfrutaban de aquella carne, ingenuos de saber de dónde provenía. Mi mirada fue a dirección del capitán, que se acercaba a mí.
— Deberías comer.
— No puedo — musité, para evitar que el capitán escuchara por completo mis palabras —. No puedo ni quiero comer… Sé lo que es.
— Deberías. Si no lo haces, todos sospecharán.
— ¿Por qué haces esto? Él no lo merecía —. Hablé nuevamente en un tono bajo. Mi mirada bajó, queriendo evitar verlo a los ojos.
— ¿El no lo merecía? No me hagas reir, Alexander. Ambos sabemos que Fernando era peor persona que nosotros, siempre mostrando lo hipócrita que era. Ni siquiera hablaba, sólo gritaba a lo estúpido —. Se cruzó de brazos y se dio la vuelta, mirando a los demás hombres. —Además, ya no lo soportaba
— Tal vez debiste ponerte a pensar más, pensar en el y su familia. Él tenía esposa e hijo
—¿Familia? Alexander. Si con familia te refieres a un hombre vicioso a la cervezas y con problemas de ira, a una mujer infiel y a un hijo con varios problemas de inseguridad, significaría que vivimos en mundos distintos —. El capitán se quedó callado, mirándome de reojo. Luego de dar un suspiro, me dejó enfrente un cuenco de madera, que estaba lleno de aquella carne, convertida en un estofado —. Será mejor que comas, no quiero que mueras tan joven.
Al ver que se alejaba, acerqué el cuenco de madera. El dulce aroma inundo mi nariz. Deslicé la carne cerca de mis labios, sintiendo el vapor pegajoso contra mi piel y, en un impulso de hambre, comencé a comer.