El Outsourcing, o la subcontratación

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No había apenas mexicano de la generación que va siendo relevada, que no estuviese orgulloso del derecho social que consagraba nuestra constitución. Nuestra ley fundamental había sido la primera del siglo veinte, producto de nuestra revolución, en consagrar tales derechos, de entre los cuales destacaba el capítulo laboral. Eso era motivo suficiente para que se nos hinchara de orgullo el pecho y lo proclamáramos a los cuatro vientos.

Sancionados por la ley fundamental, teníamos derecho a las huelgas, a la contratación colectiva, a la libertad de asociarnos en sindicatos para defender en grupo nuestras demandas ante los patrones; también la garantía de atención médica, jornadas laborales no negreras, retribuciones justas, vacaciones, seguro por accidentes de trabajo, seguro por incapacidad, derecho de maternidad, vacaciones, primas vacacionales, reparto de utilidades y, al final de la jornada vital, una pensión digna para eliminar los sobresaltos de la vejez.

Todo esto estaba escrito en la constitución. Lo podíamos aprender de memoria, si nos daba la gana. Y si no nos la daba, de todas formas aplicaba y nos beneficiaba. Había dos apartados, el A y el B, del artículo 123°, que contemplaban normativa tan valiosa. Como eran ley, quienes les transgredieran podían enfrentar las demandas de los trabajadores, con la garantía de que el resultado sería justo, es decir, favorable a los trabajadores. La justicia social apunta siempre en esta dirección. Pero sigamos.

En dicho documento fundatorio, el que dio pie a la nación que nos dio vida y forma, se contenían otros derechos sociales más que valdría revisar también por ver si siguen funcionando o si han sido castrados, como el laboral. Hablaríamos del 3°, que se ocupa del tema educativo; del 27° y 28°, que se refieren a las modalidades de nuestras propiedades; del 130°, cuyo núcleo argumentativo se centra en los derechos a la laicidad y su espinoso entorno; y, bueno, los que se refieren al funcionamiento de nuestras instituciones políticas, que arrancan desde el 39°, donde se define lo que hay que entender como soberanía, en quién reside y cómo la hemos de manipular, metabolizar y procesar para mantener incólume esto que llamamos nación mexicana.

Cuando el tema era sobre el pacto social, contenido central de nuestra constitución, siempre se remitía a estos artículos mencionados. Destacaba por derecho propio el capítulo laboral, que se contiene, como ya quedó dicho, en este importante artículo 123°, citado, recitado, declamado y vuelto a mencionar, sin que se nos cansara el gaznate con semejante tarea.

El prietito en el arroz empezó a operar cuando desde el poder hubo interesados en convertirlo en letra muerta. Primero fueron meros escarceos, que toparon con la resistencia de los trabajadores y su fuerza sindical organizada. Son muchos años y sería larga la historia que nos traiga al rostro cada minucia de anulación en su operatividad. Poco a poco el ánimo antilaboral fue subiendo de tono, hasta que llegó a los sótanos del poder federal, como lo dijera el clásico Alführer, la tónica de convertir primero en letra muerta todo lo consagrado en la constitución y posteriormente a promulgar leyes antilaborales paralelas que convirtieran en ‘legales’ todos esos formatos fácticos que anulan las prestaciones de los trabajadores.

Iba ya de salida de la titularidad del poder federal el espurio Felipe Calderón Hinojosa, cuando se apuraron nuestros poderes fácticos y presionaron a los legisladores a modificar la ley de comento. Felipe iba de salida; el presidente electo era el figurín priísta, Peña Nieto. Son meros cambios formales, porque los poderes fácticos son los mismos y no cambian de partitura.

Que quede claro el procedimiento: No cancelaron el 123°, modificándolo; no derogaron su reglamento, la ley federal del trabajo. Dejaron a ambas vivas, pero adelgazadas, transparentes, por no decir que invisibles. Les pararon enfrente otra ley, paralela, que nada tiene que ver con las exigencias que brotan legalmente por la vía de la contratación colectiva, la que proviene de los sindicatos organizados y reconocidos.

A los poderes fácticos les urgía que sus medidas proditorias quedaran legalmente asentadas. Llevaron su impulso hasta el punto de conseguir que su ‘reforma laboral’ fuera publicada en el Diario Oficial de la Federación, que es cuando pasa formalmente a operar. Eso ocurrió el 30 noviembre del 2012, último día del espuriato de Calderón. Luego recogieron la estafeta los tres partidos reaccionarios que enarbolaron el conocido pendón del Pacto por México y ensamblaron este adefesio dentro del paquete de las reformas estructurales. Así fue como se legalizó el outsourcing o subcontratación, que no viene a ser otra cosa sino una salvaje precarización laboral.

En los hechos, así nos la presenten con los eufemismos que vengan al trote, para la patronal funciona como lo plantea con tanta claridad Carlos Imaz (La jornada, 28/XI/20) que se transcribe aquí literalmente para su difusión: Te pago lo que quiero, te despido cuando quiero, te maltrato cuanto quiero, no te pago reparto de utilidades, ni vacaciones ni aguinaldo ni días de enfermedad, no te reconozco antigüedad ni pago cuotas al IMSS ni al Infonavit, ni te proveo de ninguna seguridad social, te afilio obligatoriamente a un sindicato blanco (fantasma) y si te quejas, rescindo tu contrato temporal sin indemnización alguna y hazle como quieras. Más claro, ni el agua.

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