El rapto (cuento)

EL RAPTO

Mel Toro

Siempre me llamó la atención sentir que mi espíritu se volcaba fecundo cuando mi mente se dirigía a ella. ¿Es realidad que yo haya querido tanto a esa mujer? Me parece, a cierta distancia, que todo fue una quimera. Siempre le he dedicado mis mejores líneas, mis más puros pensamientos. Mis bellas ilusiones se han centrado en ella. ¿Por qué entonces no la encuentro por ningún lado y, cuando la hallo, obtengo sólo desprecios de su parte? Eso me pasa por idealista. No es lo que imaginé de sí. No tiene la culpa. Voy a hacer el esfuerzo de no pensarla más en ella. El problema de por qué me abandonó ya se fue. Sufrí intensamente las crisis de la decepción. Ahora me ocupo de pensar en cosas provechosas, en algo que sirva a la humanidad. El viejo asunto de centrar mis pensamientos en ella me tiene embrutecido No hacía antes otra cosa que meditar su huida.

Soñé que la rapté a caballo. En mi pueblo se sintió una fuerte sacudida, porque la tierra rugía, queriendo parir fuego y destrozos. Todos los ladrillos se despedazaban para dejar salir odio y recoger sangre. De nada servían los lamentos de las madres con niños recién nacidos, ni la pureza de las doncellas que lloraban su virginidad en la tumba. El aniquilamiento del fuego líquido corría por las calles buscando el terror y sembrando la angustia en las casas. Todo era como una maldición de brujas a un pueblo de monstruos. Los cielos temblaban rojos de ira y grises de humo espeso, viciado. La montaña fumaba gases letales. La naturaleza cantaba muerte y coplas de oscuridad y desgracia.

Pero el capricho de los sueños me favoreció. Cuando las peñas se apretaban y se alejaban rabiosas, chocando y maldiciendo; cuando el sol negó su luz a la tierra, que se despedazaba a sí misma y expulsaba de su seno a los muertos; robé un caballo y corrí a salvarla. No corrí a salvar a mi madre, ni a mi anciano padre. Mis hermanas, más lindas que ella, creyeron suyo mi salvamento. Pero yo sólo existía para ella. No me importaba que pereciera todo lo que me rodeaba. Yo sabía que como señor de ese sueño iba a vivir; vería la destrucción. Todo estaría terminado, pero yo no conocería la muerte. Si yo moría ¿quién seguiría soñando por mí? Porque la muerte acarrea una nube negra de sopor. No hay nada más allá. Si ella moría viviendo yo ¿qué finalidad tenía que yo siguiera existiendo?

La rapté. Me riñó. Quería morir al lado de su madre y de su hermanita. No quería separarse de ellas. ¿Por qué me reñía? Yo también había abandonado a mi familia. Vi la mirada angustiada de mi padre. No me dolió su altura blanca. Me separé también de mi madre; no tuvo sentido para mí el agua salada de sus ojos. Mis hermanos pequeños no pudieron huir. Los vi morir ahogados en el remolino de lava. Y ahora ni ella quería salvarse.

Estábamos en lo alto del risco, mirando revolcarse la destrucción como serpiente sedienta de sangre. El vaho de la desolación hervía en las venas de aquel valle, días antes fértil y lleno de jugos de oro. El ansia de morir también me abrazó; sentí que huía, para no ver su jardín destruido por las llamas. La cruz de la torre exhalaba quejas de muerte. El pueblo se había hundido en una inmensa caldera hirviente; las antes hermosas, orgullosas montañas eran su límite, servían de muro y detenían la muerte, que buscaba devorar más sangre en otros pueblos. La naturaleza del alrededor, ceniza de cigarrillo.

Me apee del caballo. No tenía caso seguir viviendo. Ella contemplaba conmigo aquel espectáculo de desolación. Su pecho estaba afligido, porque la mujer llora el dolor ajeno. Yo lloraba el propio. Ella gritaba a pecho; yo estaba ceñudo, llorando por dentro. Había cerrado sus ojos, sufría intensamente. Me creí de pronto el autor de aquella desgracia. Había querido que viviera, pero para mí. No era así, vivía para la desgracia, para el dolor. La estreché contra mi pecho y la obligué a abrir los ojos para que me dirigiese una mirada de perdón.

En ese momento sentí un golpe de catarata. Aquella muerte hirviendo abrió su garganta para tragársela. Ella abrió los ojos para perdonarme. Lo sé bien. Pero le dio vértigo la desolación y una ola asesina la arrebató de mis brazos con saña indomable. La grieta fatal partió la montaña en dos y guardó para siempre su cuerpo. Mi caballo también fue a hacerle compañía. Volvió a cerrarse la herida. Ya no tenía sentido mi vida. Me arrojé a la tierra dura, ardiendo en fiebre y en ansia de venganza. Me apreté fuertemente el cuello…

No supe más. Aquella pesadilla se perdió en el humo de otro sueño y todo fue sólo un sueño. Pero con él consolidé el cariño que siempre le tuve. Sé que siempre fue arrebatado, pasional, pero sincero. Todo pasó ya entre los dos. Ella se retiró de mí y yo de ella. Ambos nos miramos indiferentes. Pero al mirarnos renace aquel cariño que un día nos expresamos con caricias y besos de niños.