El seminarista David (cuento) / I
Mel Toro
_ Después no se quejen de lo que pudo haber sido y no fue
_ Ya cállese, ya me tiene enfadado
_ Vayan a cenar. Tú, David, me esperas aquí.
Paso lento y regañado, semblantes oscuros como el cuarto que dejan a su espalda, van los muchachos a cenar, después de un fatigoso día. Se reúnen a sintetizarse como cuando, en las secas, las nubes se esconden para hacer recuento de agua y soltarla con la ayuda del frío, del viento, de la sombra y de la intervención de todos los elementos. Sus reuniones son siempre violentas: regaños, peleas, gritos, porque los inferiores no se quieren someter a los superiores. Terminan de morderse para irse a platicar la copa al comedor. Cenan con un par de bolillos duros, una taza de café a medio calentar, la sopa rancia y una buena dosis de humor para burlarse del menos hombre del seminario. David siempre toma parte activa en esas burlas. El inicia siempre los sarcasmos. Hoy cenan todos sin él.
Se santigua el sacerdote. Insinúa una genuflexión. Sale de la capilla, dejando solos al del sagrario, a la lamparilla y a David, quien medita y murmura. Gesticula sin alterar el silencio del lugar. David cenará esta noche ya en su casa paterna. Ha sido expulsado del seminario. De ser admirado por muchos, ahora tendrá que arrostrar la vergüenza de su dimisión de la carrera a la curia. No se va a despedir de sus compañeros pues tal protocolo está clausurado. Él ya no pertenece al grupo. Es la manzana podrida que sale del cesto de las sanas para ir al de la basura. Cuando el timbre matinal del siguiente día despierta a los seminaristas, la cama de David sigue tendida y su guardarropa se encuentra completamente vacío.
Ya instalado de regreso, el barrio del pueblo le amanece somnoliento. Viajó toda la noche. Pero la costumbre de madrugar se le impone y le hace abrir los ojos. Sale a la calle, a aspirar el frescor de las mañanitas del pueblo, que tanto le gustaban en su infancia. Saluda a las muchachas que le sonríen desde los balcones. Sus alborotados rizos atraen las miradas de las chicas, ahora casanderas. Algunas corren llenas de júbilo. Tras diez años de reclusión, ha retornado. Los recuerdos atan como hilos indestructibles. Aunque lo miran cambiado, distinto. Sus cabellos largos, su barba sin afeites, sus ojos pequeños, escondidos tras espejuelos de limpio cristal. Lo que más les gustaba a sus amigas de antaño era su agilidad mental. Y sin embargo, ya no es el pícaro infante inquieto, sino un mocetón crecido. Con sus fachas, bien puede convertirse en un bohemio soñado. Lo notan sumergido en el tipo de muchachos que protestan, de los activos detractores al sistema.
Apenas desayuna, se dispone a irse de excursión al monte, a revivir sus recuerdos. Quiere ir solo. Pero la noticia de su llegada prende en el vecindario. Se agolpan a su casa paterna sus viejos amigos y las muchachas del barrio. Es una grata novedad. Es un valor nuevo. Las chicas le externan abiertamente sus ganas de convivir con él y de incorporarlo a la vida del pueblo. Tanta extraversión dinamita su deseo de soledad. Pero accede. Acuerdan ir por la tarde en excursión todos a la capillita, a estirar las piernas y si se puede a patear un rato el balón, en la explanada que hay detrás.
Por la tarde, el tropel se pierde entre la sombra de los ozotes. David se comporta ahora hosco y no saleroso como cuando era chico. Su misma dicción ha variado. Lo más notorio en su conducta lo distingue de los demás. Es nula su experiencia para el trato galante. Diez años sin tratar mujeres, le volvieron mostrenco. Le cercan muchos brazos torneados, zalameros, inquietos. Exclama salvas al cielo, alzando los ojos, por la decisión de haber abandonado el monasterio. Caminan hacia la manga, alejándose un poco de la explanada. Aún corre agua por el arroyito, aunque pronto dejará de hacerlo pues han empezado a escasear las lluvias. Embriagado en las remembranzas que le suscitan los aromas y la vegetación del cerrito, en el que pasó remoloneando toda su infancia, no repara bien en la acuciosa presencia de Marta, su vieja amiga, su fiel acompañante, la mejor de sus amigas de la niñez. Marta, la de los ojos zarcos. Marta la dichosa, la de los versos ardientes y de miradas soñadoras.
Se fue al seminario cuando tenía once años. Diez años duró encerrado allá, a cal y canto, metido en tareas de estudio y preparación para la vida de la curia. Al principio habitó los espacios comunes del seminario junto con todos. Pero cuando inició la etapa de sus estudios de filosofía, le asignaron celda propia. Quedaba en la esquina alta del cajón del edificio, al cuarto piso. La bautizó como su ‘nido de águilas’. Desde esa atalaya, noche a noche, descubría sucesos y aconteceres de la vida en el exterior, no necesariamente angelicales. Una hembra lejana descorría la persiana y se desnudaba lentamente y a media luz.
David reparaba en tal aparición no sólo por las noches. A veces eran también escenas matinales. Con los primeros rayos de la mañana, soñoliento, descubría aquellos brazos torneados, aquellas piernas blancas, incitantes, que se remolineaban entre las sábanas. Aspiraba hasta su cuarto el perfume de la desconocida. Alcanzaba a percibir la fragancia de sus aromas. Llegó a obsesionarse de aquellos cabellos largos, tan negros.
Nunca pensó en que ella se contoneaba a solas para provocarle a él. Tal vez ni cuenta se diera ella que le resultaba visible desde aquella atalaya del seminario. David se encuerdaba en su propio cuadrilátero de fantasías. En una noche tórrida de ésas dejó volar su imaginación hasta Marta. Su futuro en la carrera de sacerdote le quedaba en medio. Ya tenía el boleto en la bolsa, pero la angustia lo abatía. ¿Cómo privarse de Marta para toda la vida? Martita, la de los ojos zarcos, estaba lejana. La mujer que contemplaba a través de las persianas corridas de su ventana estaba vivita y coleando. No le quedaba tan lejos. Les separaba una calle, pero no era un abismo. Bastaba con echar tanteadas y la distancia se salvaría. Había que ver cómo construir tal puente.