El silencio cómplice: La intelectualidad orgánica y el cacicazgo en la UdeG

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Román Munguía Huato

 

“Callar es dejar creer que no se juzga nada, y en ciertos casos,

no desear efectivamente nada… El silencio lo traduce bien”

Albert Camus. El hombre rebelde

 

01 de agosto de 2022.- Quienes hemos venido analizando críticamente las estructuras del poder corporativo–clientelar–autoritario caciquil en la Universidad de Guadalajara (UdeG) consideramos que el edificio político sobre el cual se sostiene dicho poder tiene cuatro grandes pilares: El Consejo General Universitario (CGU); el Sindicato de Trabajadores Académicos de la UdeG (STAUdeG); el Sindicato Único de Trabajadores de la UdeG (SUTUdeG) y la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU). Todos ellos tienen un papel distinto por sus funciones específicas en el juego político corporativo hegemónico.

 

Con la construcción de las nuevas estructuras de poder bajo el cacicazgo de Raúl Padilla López a partir de su consolidación como rector a principios de la década de los noventa se constituyeron tanto el STAUdeG como la FEU. El primero como sucedáneo del viejo control corporativo de la Federación de Profesores Universitarios (FPU) que no tenía la configuración sindical, y el segundo como adecuación a los nuevos tiempos como sucesor de la vieja Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG).

 

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Si pensamos que el poder caciquil solamente se reduce a estos cuatro pilares tendríamos una visión limitada de una realidad más compleja y contradictoria. Por supuesto, la estructura corporativa es lo fundamental que le permite mantener el poder al cacicazgo, pero existen otras formas dominantes político e ideológicas que contribuyen al mantenimiento de tal poder de manera indirecta.

 

La renovación de la formación del poder corporativo–clientelar autoritario actual no fue tan difícil establecerla desde los años noventa porque en gran medida es una herencia de cuando menos 70 años. La cultura política predominante universitaria es una formación social–concreta histórica basada en toda la cultura del poder político nacional priista. Esta cultura dio origen al poder caciquil moderno en todas las esferas políticas cuya historia se remonta a casi un siglo de existencia. Dicha formación cultural–política hace percibir a los trabajadores universitarios como algo “natural” su subordinación a un poder centralizado exacerbado. Las relaciones sociales, laborales y políticas del personal académico y del estudiantado se han domesticado plenamente en la UdeG. La figura del cacique es una figura de poder que no se percibe claramente porque la apariencia democrática –con el papel comparsa del CGU al designar formalmente al nuevo rector en turno– hace posible en el imaginario colectivo al grueso de la comunidad universitaria tener la idea de que existe un orden normativo. Nada más alejado de tal creencia.

 

En la UdeG existe una añeja cultura política corporativa–autoritaria cuya esencia es antidemocrática. Hay una simulación de democracia participativa, y ésta “democracia” funciona relativamente dentro de una legitimidad institucional mínima pero que al mismo tiempo es incapaz de establecer una verdadera legitimidad porque el grueso de la comunidad no se siente representada políticamente por el CGU ni por los otros aparatos corporativos sindicales y estudiantiles. No hay un principio identitario legitimador. Es evidente cuando en los procesos electorales hay una escasa participación de maestros y estudiantes. Es una situación muy contradictoria porque al tiempo que el poder corporativo–clientelar carece de legitimidad política, incluida una carencia de legitimidad de este poder por sectores de la sociedad civil, no existe ninguna fuerza suficiente capaz de crear, todavía, una oposición democrática.

 

Hay diversidad de factores que hacen posible un equilibrio inestable político que favorece al establishment universitario; el grupo de poder desde el rectorado de Raúl Padilla López, la nomenklatura, se mantiene casi monolítico. El statu quo se hace posible por una apatía, una indiferencia del personal académico y estudiantil porque prácticamente nunca ha cultivado, por generaciones, una experiencia reivindicativa democrática. Una cultura política democrática dentro del grueso de la comunidad es prácticamente inexistente.

 

Por supuesto, el corporativismo–autoritario dentro de sus esquemas de control establece mecanismos intimidatorios a profesores y estudiantes, generando una cultura del miedo, del temor a formas represivas sutiles o abiertas. Las amenazas de despido a profesores o las intimidaciones a estudiantes con la pérdida de sus expedientes escolares es típico de los métodos autoritarios. La vigilancia orwelliana desde un panóptico burocrático es eficiente, empezando por los jefes de departamento.

 

Aquí debemos señalar muy claramente que la cultura del miedo imbuido a maestros y estudiantes es inherente a los mecanismos coercitivos corporativos caciquiles que inhiben las acciones reivindicativas democráticas de sectores de la comunidad. Nuestra cultura política en la UdeG tiene muy poco o nada que ver con la cultura de luchas democráticas de instituciones como la UNAM. La conciencia política democrática universitaria es algo tan etéreo como la trasparencia del manejo del presupuesto financiero por la alta burocracia de la rectoría.

 

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Se supone que la universidad es el espacio cultural por antonomasia del conocimiento científico, de su generación y trasmisión. Por supuesto, también puede ser el espacio cultural y educativo de las artes. Todo ello tiene gran parte de verdad, lo que no tiene mucho de verdad es que sea un crisol cultural del pensamiento crítico y, por ende, del pensamiento democrático y de su consecuente práctica. Hay un mito de la universidad en este sentido. Esto lo podemos constatar con un vasto sector del personal académico carente de pensamiento crítico y democrático. La ausencia de las reflexiones críticas no solamente se da en los estudios particulares de aquellos investigadores pertenecientes en especial al campo de las llamadas ciencias sociales sino también en sus prácticas docentes dentro de los procesos de enseñanza–aprendizaje, lo cual significa que los estudiantes carecen de una percepción crítica de la realidad social. No hay aprendizaje crítico. La universidad tiene un Departamento de Estudios Políticos, cuerpos académicos sobre cuestiones políticas, etcétera, pero nunca hemos leído ningún estudio sobre el régimen de gobierno caciquil. Los que “estudian” sindicatos nunca hablan del sindicalismo blanco–patronal. La pedagogía sigue siendo terriblemente tradicional de una visión parcelaria del todo social porque prevalece una ideología política conservadora del grueso del personal docente. No se forman estudiantes con conciencia política crítica porque los maestros carecen de ella. En cierta forma tenemos una universidad feudal con una escolástica filosófica y con formas de gobierno anacrónicas como es propiamente el rancio caciquismo. Tenemos una crisis académica derivado del corporativismo–autoritario y la intelectualidad académica no dice nada de nada.

 

Por supuesto que existe un profesorado crítico y participativo democráticamente de los problemas internos y externos, pero es muy pequeño. Por supuesto que también existe un vasto sector académico que percibe críticamente los problemas internos universitarios pero, contradictoriamente, es totalmente pasivo políticamente. La pregunta inmediata es: ¿Por qué esa pasividad, indiferencia o apatía política teniendo conocimiento de esa situación antidemocrática? ¿Será que no tienen plena conciencia de ello? ¿Las causas son de naturaleza sociológica, su extracción y condición clasista, con sus consecuencias ideológicas?

 

Es sabido que el concepto de intelectual tiene su historia y sus diversas interpretaciones según sea el sesgo ideológico–político con el cual se analice, lo que significa caracterizar su papel en la sociedad y de sus relaciones con el poder político. De igual manera también sabemos que la conceptualización de intelectual orgánico a partir del pensamiento de Antonio Gramsci tiene diversas interpretaciones. Hay intelectuales orgánicos con un pensamiento crítico y ligados a las organizaciones revolucionarias como el caso del propio Gramsci, pero también intelectuales tradicionales quienes construyen toda una ideología–política liberal–conservadora que justifica el orden social establecido. Hay entonces intelectuales afines al poder dominante burgués e intelectuales comprometidos con los movimientos sociales que luchan por la transformación radical de la sociedad.

 

Pero la cuestión de los intelectuales y sus relaciones con el poder dominante no se reducen esquemáticamente a estos extremos representativos de la lucha de clases; hay intelectuales que pretenden situarse dentro de una posición aparentemente neutral en sus perspectivas no solamente ideológicas sino además en el obrar práctico. Una visión analítica social “libre de valores” propia de nuestros weberianos académicos es pura especulación ideológica.  Por supuesto, tales posiciones no existen en el terreno de la práctica política: la neutralidad ideológica–política es una ficción propia del pensamiento conservador. La teoría del intelectual ajeno a los conflictos mundanos sirve para aparentar una visión no comprometida políticamente y supuestamente más objetiva de la realidad social.

 

No es que una posición de “indiferencia” de un gran sector de académicos le confiera ninguna legitimidad al poder caciquil, pero si es algo que le otorga un reconocimiento tácito como forma de dominación que nunca se cuestiona abierta o públicamente. Sería algo como muy parecido al laissez faire, laissez passer, o como una especie de intercambio de favores, dicho de otra manera, un quid pro quo; algo a cambio de algo, y ese algo, para muchos de los académicos universitarios de elite, aparte de la propia meritocracia real o no, es la posibilidad de mantener ciertos privilegios académicos o movilidad burocrática o de ascenso en la jerarquía político–administrativa, lo que significa formar parte de un séquito cortesano aunque se rechace la figura del cacique tras bambalinas. Desde luego, esta situación política de un vasto sector de académicos de elite no es propia de esta universidad sino de muchas más.

 

Los grupos de poder universitarios o las llamadas mafias universitarias para mantenerse como tales requieren de una aceptación o tolerancia política de un sector del profesorado jerárquico. La complicidad de hacerse de la vista gorda por un sector académico de una u otra forma conlleva una serie de ventajas extras a la condición de cualquier profesor común y corriente.  En el cacicazgo padillista existen muchos académicos “prestigiados”, una especie de mandarines académicos que podríamos denominar “intelectuales orgánicos” al sistema corporativo, aunque ellos mismos no formen parte del séquito cortesano. Pretender estar por arriba del bien y del mal, por así decir, es estar en el limbo político ¿Cuánto cuesta el silencio de la intelectualidad aristocrática que reposa en una nube de confort?

 

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En junio pasado El Informador publica un artículo muy interesante: “Defender a la UdeG sin ser padillista”. El autor es el periodista Rubén Martín. Dicho artículo tiene como argumento central que se puede “defender la importancia que cumple la Universidad de Guadalajara (UdeG) en los ámbitos educativos, culturales, de investigación, comunicación y socialización del conocimiento y hacerlo sin por ello estar de acuerdo con un grupo político y un funcionario universitario como Raúl Padilla López, quien encabeza el grupo y que tiene la facultad de tomar las decisiones principales sobre asuntos políticos o financieros de esta casa de estudios desde 1989.”

 

Este planteamiento lo compartimos plenamente porque, en efecto, desde hace décadas hay quienes defendemos a la universidad y pugnamos por su democratización –en tanto institución educativa superior pública– sin tener nada que ver con las estructuras del poder caciquil. La defendemos desde una oposición democrática como académicos y, desde luego, también existen grupos estudiantiles que luchan por una universidad democrática.

 

Rubén Martín, quien desde agosto de 2013 conduce el excelente programa informativo crítico Cosa Pública 2.0 en Radio UdeG escribe que “muchos asumen que por trabajar en la UdeG los universitarios somos obligados a ser parte del grupo de control político y de gobierno de la universidad y de su jefe, Raúl Padilla. Nadie me lo pidió y no lo asumo así. Sin embargo, creo que no miento si digo que hay una especie de autocensura dentro de la universidad. Muchos piensan que no se puede criticar el orden de gobierno y control que existe en la UdeG, cuando podrían hacerlo.”

 

Dicho sea de paso, el director del Sistema de Radio Universitario de Radio, Televisión y Cinematografía (SURT), Gabriel Torres Espinoza, como lacayo caciquil si forma parte del séquito cortesano palaciego y aún cuando no establece ninguna censura explicita a sus operadores radiofónicos, si establece un veto a participar en los programas a la disidencia democrática. Martín dice una cuestión esclarecedora: “Muchos piensan que no se puede criticar el orden de gobierno y control que existe en la UdeG, cuando podrían hacerlo.” Cierto, hay profesores e investigadores que si criticamos abierta y públicamente el control corporativo–clientelar y autoritario; también es muy cierto que existe una autocensura dentro de la universidad. Igualmente es cierto que: “gracias a miles de universitarios que deciden y realizan actividades bajo su propia lógica y decisión, y que no tienen ni son obligados a consultar a sus jefes o a Padilla, ocurren una infinidad de actividades e invitaciones de grandes personalidades que propician, a su vez, encuentros con colectivos, activistas, militantes, intelectuales, artistas y pensadores críticos que, probablemente, sin el cobijo de la UdeG, no habrían ocurrido en Guadalajara y en Jalisco.”

 

Entre otros ejemplos mencionados por Rubén Martín dice: “Un ejemplo relevante en este sentido, desde mi punto de vista, son las actividades que la UdeG auspicia en términos del encuentro de sujetos del pensamiento crítico, resistencias y experiencias revolucionarias contemporáneas es la Cátedra Jorge Alonso que la UdeG patrocina junto al CIESAS. Por la Cátedra Alonso han pasado decenas de investigadores, intelectuales, escritores, activistas, revolucionarios y defensores del territorio que de otro modo difícilmente se habrían encontrado con sus pares de Jalisco.”

 

Estamos de acuerdo, porque este tipo actividades propias de la Intelligentsia universitaria son necesarias e importantes. Sin embargo, hay una cuestión central ausente en el artículo, y es el hecho de que una cosa son los invitados  externos a participar a estos eventos de “encuentro de sujetos del pensamiento crítico” y otra cosa muy distinta son quienes organizan y promueven dichos eventos desde la propia universidad. Aquí aparece la autocensura de muchos de estos profesores e investigadores pertenecientes a la intelectualidad universitaria quienes nunca expresan ningún comentario crítico de lo que sucede en los intramuros institucionales. Están domesticados y son políticamente correctos. Nunca critican “el orden de gobierno y control que existe en la UdeG, cuando podrían hacerlo.” Estos intelectuales que viven en la torre de marfil universitaria guardan ominoso silencio de cada uno de los grandes escándalos y de la profunda corrupción imperante que lleva a cabo el grupo de poder caciquil encabezado por el ya mencionado Raúl Padilla López y no se atreven a tocarlo ni con el pétalo de una rosa.

 

Hay un silencio cómplice de esta intelectualidad universitaria con esta forma de poder unipersonal que, como bien señala Martín, se mantiene como poder omnímodo en esta casa de estudios desde 1989. No hay casi pensamiento crítico  de los académicos de elite, quienes están meramente contemplando pasivamente el acontecer de un permanente saqueo y despilfarro del presupuesto universitario y otras truculencias que se pueden definir propias de una mafia universitaria. Son farolitos de la calles y oscuridad de la casa… Esperamos que algún día cercano Rubén Martín nos invite a su programa para hablar de la Cosa Pública Universitaria. Por supuesto, compartimos plenamente su propuesta: “Otra reflexión pendiente y necesaria es qué hacer para que la UdeG democratice sus procesos y toma de decisiones.” Sería bueno, entonces, que estos intelectuales organicen foros, seminarios, etcétera, sobre el tema de las formas y estructuras de poder en la UdeG. Seguramente de allí se desprenderían, consecuentemente, propuestas de alternativas de organización colectiva para construir la democratización necesaria y urgente de los procesos de gobierno y de la toma de decisiones por parte de toda la comunidad universitaria.

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