El suicidio de Walter Benjamin
Pseudo Longino
El 26 de septiembre de 1940, murió Walter Benjamin, en una pequeña localidad fronteriza española. Intentaba llegar a Lisboa y embarcarse rumbo a Estados Unidos, donde lo esperaba su amigo Theodor Adorno, alemán, judío, marxista, filósofo y perseguido por el nazismo, como él.
Siempre marginal, nunca logró hacer una carrera académica como la de sus colegas de la llamada Escuela de Frankfurt. Le faltaba un “sentido práctico” para presentar trabajos de habilitación más legibles, para hacer contactos, para adaptarse a las instituciones. Incluso, cuando Hitler y el nacionalsocialismo se hicieron del control absoluto del poder en Alemania, le faltó olfato para salir hacia América, como lo hicieron sus amigos y conocidos. Prefirió Francia, que no duraría mucho tiempo libre del dominio alemán.
En mayo de 1940 y después de una campaña relámpago de apenas unas cinco semanas, las tropas alemanas cruzaron el bosque de las Ardenas, rodearon y acorralaron a franceses y británicos en Dunkerque y tomaron París. Lo que no habían logrado en todos aquellos años de trincheras durante la Primera Guerra Mundial lo lograron en días. Fue el momento cumbre de Hitler, su apoteosis, su máxima gloria.
Benjamin sabía que su única opción era huir. Por su identidad, por sus ideas, por su postura política, por ser quien era, no tenía lugar en una Europa dominada por la Alemania Nazi y sus aliados. Él, que, desde el principio, desde los orígenes del nazismo, había sido ácido y agudo, que había publicado análisis tras análisis de la realidad alemana y su espiral descendente hacia el abismo totalitario, se encontraba solo, indefenso y a merced de la Gestapo, la deportación y la muerte.
Los campos de concentración y de trabajo ya existían para 1940. Eran un hecho desde 1933, el año en que Hitler ascendió al poder como canciller del Reich. El acoso contra los judíos, atávico, milenario, había escalado desde años atrás. Y ya existían rumores de que los nazis estaban poniendo en operación una estrategia de exterminio, que llegará a su clímax en Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Buchenwald, Chelmno y Madjanek, por nombrar algunos.
Por eso, cuando el 26 de septiembre de 1940, en una fonda de Portbou, el grupo con el que viajaba Benjamin quedó bajo la vigilancia de la policía del régimen de Francisco Franco, otro fascista, las opciones quedaron muy reducidas. ¿Qué le deparaba al filósofo judío? Lo que parecía más probable era la deportación. Sería entregado al régimen de Vichy. Y de ahí, a las autoridades alemanas, el campo de concentración, el campo de exterminio, la cámara de gas, el crematorio, la nada.
El parte médico determinó hemorragia cerebral. Las investigaciones han concluido que fue la morfina. Paradójicamente, al día siguiente de su muerte, y quizá por esa causa, a los demás se les dejó continuar. Se trató entonces de una muerte heroica. Benjamin terminó siendo, tal vez, el chivo expiatorio o el mártir que se inmola para que otros vivan.
Haciendo una síntesis del marxismo con el judaísmo, había dicho que el mesías auténtico era el proletariado, que los revolucionarios eran los salvadores de todos los vencidos de todas las épocas. No se trata del futuro luminoso, sino de redimir el pasado, de “cepillar la historia a contrapelo”, encontrar las grietas, las heridas y la cicatrices, retomar la bandera de los derrotados e inflamar de nuevo la lucha en el presente. La revolución es una semilla que hay que descubrir en el sedimento histórico. Es un espíritu, un fantasma, un espectro, que hay que conjurar.
Aquel 26 de septiembre, Benjamin ofrendó su vida. Y nosotros miramos hacia atrás, como el Ángel de la Historia, arrastrados por un torbellino que nos lleva al futuro, sin confiar ya en el progreso, pero seguros de que la historia sigue siendo el carro triunfal de los vencedores, sobre las ruinas de los vencidos.