Garbanzos de a libros: El tigre

EL TIGRE  (cuento)

Mel Toro

 

Paró de caminar por el fango, cogió por la arboleda y en ella le fue más fácil dejar colgado el cuerpo. Allí lo abandonó, estiradas las piernas, horcones clavados en el viento, punzantes de oscuridad. Traía las ropas mojadas de sudor, de lodo, de histeria. Luego exhaló un largo quejido y se apagó, abismal y caliente, entre los platanares del huerto.

Al día siguiente, el rumor de un muerto bajó golpeando los adobes de Santa Catarina y se arremolinó en el castaño de la media plaza.

_ Otro más de Camilo.

_ Se le pasó la mano. El puro tasajo, sin orejas, sin ojos, sin güevos…

_ ‘Ora sí lo coge la autoridad. De San Luis ya viene un batallón por él.

A Camilo le zumbaban las orejas, dormido al pie de los robles de la sierra de Álvarez. Había nacido en Catarina un lluvioso dieciocho de julio. Le llamaron Camilo desde la pila, porque es el nombre que le venía del cielo, aunque el cielo jamás sabría quién iba a ser Camilo pues nunca entraría en él. Santa Catarina le miró nacer y le bautizó; le miró correr y morir y le bautizó. Catarina bautiza con sangre, pueblo de sierra, la oscura Cátara, la de los aguajes, la entonadora de canciones en el acueducto. Catarina dulce y amarga, el escenario del tigre.

Camilo convive con los robles que cortan los carboneros, trastumbando cerros y dominando cañadas. Desde que le arrebataron las tierras y lo empezaron a perseguir, se remontó a la sierra. Jamás ha bajado de ella. Ya se le olvidó por qué pelea. Sólo se acuerda de los rostros de los que hay que matar y los mata.

El de ahora fue especial. De repente no supo si Arnoldo Santos era o no de los que había que matar. De todos modos lo mató. Ya frente al cadáver, se observó y cayó en la cuenta de que no tenía manos; que lo que antes habían sido sus manos ahora eran sólo masas carnudas y deformes. No las reconoció. Se tocó también su cambiante cara. Y se acarició sus propias piernas y sus pies desfigurados. Finalmente acabó su curiosa introspección y avanzó indiferente, dándole todo lo mismo.

Después de que lo mataron en Santa Catarina se oyó la especie de que le apodaban El Tigre. De su apodo y de sus hechos se infieren cálculos extraños, fríos y necios a la vez. Tal vez fue la razón por la que le dio igual, cuando fue a tirar al muerto, irse por el lodo y devolverse por los húmedos troncos de los plátanos.

Ha de ser también por eso que le dio lo mismo matarlo que dejarlo vivo. Ya no se acordaba si tenía que huir o atacar. Se siguió de frente para tomar una siesta al pie de los robles de la sierra de Álvarez, por la que patrullaba un comando de soldados, venidos desde San Luis, que nunca lo iban a encontrar.

Pero estas pesquisas le dejaron indiferente. Porque él seguía teniendo manos, pero eran manos de tigre. Seguía caminando y sus pies seguían siéndolo, pero eran pies de tigre. Su cara tenía aspecto ferino, aunque siguiera siendo cara. A su hijo le apodaron El Cachorro, tal vez por las mismas razones. Pero más que todo, tal vez viene de ahí la sospecha de que, por eso, a Arnoldo Santos le haya tragado los ojos y las orejas.

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