En el barranco del paraíso

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Eduardo González Velázquez

Tan cerca y tan lejos del “paraíso”: así viven cientos de tapatíos colgados de la cima de la barranca de Huentitán. A principios de la década de los años ochenta del siglo pasado comenzaron a llegar, abrieron zanjas, removieron la tierra, echaron cimientos, levantaron maltrechas viviendas en un cúmulo de terrenos de geografía irregular que no tenían posibilidades de escriturar. Se aferraron al acantilado retando las leyes de la gravedad esperanzados en no caer, más que con la descabellada idea de subir. Antes de trepar debían asegurar no despeñarse. La legalización de los terrenos ocupados se perdía en los laberintos burocráticos de la regularización de la tierra.

A sus espaldas yace la colonia Lomas del Paraíso; el silente recorrido visual nos atiza en la frente la contradicción existente entre el nombre y la realidad. Los habitantes de las paredes se amotinan para no perecer frente a las prolongadas laderas que encuentran su fin en las profundidades de la barranca al margen del contaminado y pestilente río Santiago, que como mudo e incansable testigo presencia a su paso las desigualdades de más de 22 mil personas quienes habitan Lomas del Paraíso, formando una sociedad poblada de ausencias, desbordada de carencias.

​Más de cien años después de haber sido entubado, el cauce del río San Juan de Dios sigue utilizándose para drenar los desperdicios de Guadalajara y hacia el final de su recorrido se mira a cielo abierto antes de serpentear en la sima de la barranca. Las afecciones a la salud de los habitantes de las colonias Santa Elena Alcalde y Lomas del Paraíso delinean las grisáceas pinceladas cotidianas que deben de sortear.

Los olores, siempre los olores. Olores de soledad, de abandono, de indiferencia. Olores que inundan el paisaje. “Son olores que nos ahogan, a veces no queremos respirar”. No es que la gente no lo quiera hacer, en Lomas del Paraíso no se puede respirar. Además de la expedición de los olores producto de la inmundicia en que se encuentran sumergidas miles de personas, la venta de droga en las calles se realiza con singular impunidad. “Aquí muchos la venden”, no duda en decirnos un narcomenudista de la zona.

​El difícil escenario vivido por la población, viene a sostener la sentencia de varios vecinos: “Yo no escogí vivir aquí”.

Aunque el asentamiento se llama Lomas del Paraíso, de paraíso no tiene más que el nombre. Los divisaderos que bordean la barranca, atravesada por un pestilente río de aguas negras, son la Mesa Colorada, la Colonia Indígena, la Esperanza y Lomas del Paraíso. Al caminar para ver y oler las laderas no asistimos a la esperanza del paraíso, sino a la desesperanza de habitar una parte del infierno ciudadano.

“El gobierno sí sabe de todo esto, pero se hacen pendejos. Aquí no viene ningún gobernante”. “A veces se asoman los candidatos”. ¿Los gobernantes tendrán estos mismos problemas en sus casas?, cuestiono a un abarrotero sexagenario. La respuesta es corta pero profunda: “No, que va”.

Una señora que supera los setenta años tercia en la conversación: “Antes vivíamos en calma, ahora hay mucha violencia, hay muchos marihuanos. Los matan en la colonia Jalisco y los vienen a tirar aquí. La vendimia de droga está aquí luego, luego. La policía se asoma muy poco”; en tanto, a lo lejos, sobre la loma se escucha una voz amenazante de un hombre que empuña un machete molesto por las fotos que estábamos tomando.

“Los ciruelos y los arrayanes han sido cubiertos por la basura. Todo el día sobrevuelan los zopilotes”, me dice un joven con el torso descubierto y un sinnúmero de tatuajes, al tiempo que recuerda “los varios tiros” que se ha echado para evitar que tiren la basura en el barranco del paraíso; un barranco olvidado por las autoridades y contaminado por la sociedad.

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