La caravana migrante llegó a Guadalajara

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Eduardo González Velázquez

A pesar de las amenaza lanzadas y cumplidas en parte por Donald Trump, para militarizar la frontera, y el aviso de suspender el andar migrante en la ciudad de Puebla; los exiliados económicos y bélicos provenientes del triángulo norte (Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua) reanudaron su caminar, llegaron a nuestra ciudad para continuar en un par de días hacia la frontera norte por el corredor del Pacífico.

​Seiscientas cincuenta personas entre niños, mujeres, hombres y población LGBTT a bordo del lomo del ferrocarril, otros más adentro de los vagones, se bajaron de la mole de acero a su ingreso a la zona metropolitana de Guadalajara en las Juntas. Cansados, hambrientos, enfermos, asustados, ansiosos, deshilachados por la violencia, encontraron oxígeno en el albergue El Refugio en el Cerro del Cuarto. La ayuda brindada por gobierno y sociedad civil no si hizo esperar.

Caminar al interior de la parroquia entre las colchonetas, las cobijas y la gente formada para recibir alimentos, ropa y atención médica nos permite aprehender de cerca la vulnerabilidad que los expulsó de sus comunidades: desempleo, violencia callejera, extorsiones, economía precaria, desastres naturales.

Sus historias se configuran con trazos y trozos de soledad que los cargan en su andar por nuestro país, con la esperanza de obtener asilo en Estados Unidos o contar con un empleo en nuestra nación. Algunos llevan bajo el brazo el salvoconducto del Instituto Nacional de Migración que les ofrece algunas semanas de gracia para no ser deportados y solicitar asilo también en México.

La ignominia que los acompaña la verbalizan de diversas maneras: “subirse al tren es un instinto de supervivencia”. Después de leer en los muros de San Bartolo Ilopango, en El Salvador sentencias como, “ver, oír y callar”, no nos quedan muchas opciones, comenta Verónica, una mujer quien después de abandonar la caravana en Matías Romero, Oaxaca estuvo secuestrada quince días por Los Zetas en Nuevo Laredo, Tamaulipas, y recién se reincorpora al grupo migrante. Al recordar su historia, irrumpen despavoridas las lágrimas que cristalizan su mirada. Verónica tiembla solo de pensar lo que les pueda pasar a sus dos hijos que han quedado en su pueblo al cuidado de su padre y en los ojos de la banda MS que los extorsiona con 20 dólares quincenales por tener una “tiendita”. La meta: trabajar en Tijuana, y quizá pasar a San Diego.

El piso es insuficiente, las mesas del comedor escasas, el hambre y la sed no parecen apaciguarse; pero a lo lejos se escucha una voz que aligera el ambiente, arranca las sonrisas entre los tonos grises de la mañana: “llegó el pastel”. De las sillas se catapultan los migrantes. La felicidad es evidente en los rostros infantiles, tal vez han pasado meses o quizá más tiempo sin saborear un azucarado betún que cubra las rojas fresas de un pastel de tres leches.

Pasan las horas, la comida se termina; la incertidumbre de lo que vendrá comienza a ganar espacio en la colectividad. Algunos se cuestionan la viabilidad de quedarse en Guadalajara; otros más se miran llegando al norte; los menos no piensan aún en la Unión Americana. A todos el tiempo se les agota, más temprano que tarde retomarán el camino hacia un futuro que tal vez no exista, pero que su insoportable pasado les hace imaginar.

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