LA COCOCHA (un cuento largo en diez historias menudas)
[Este relato contiene diez historias amorosas. Se irá publicando cada una de ellas por orden de aparición del relator. Pueden leerse de manera independiente]
Mel Toro
3.- Tercera historia:
_ Debe ser amigo suyo Joaquín – dice Moy chico a Carlos -. Uno que tiene tres hijas mujeres, las primeras, y luego como siete muchachos.
_ Sí, Juaco es mi amigo. ¿Qué tiene?
_ Pues las tres muchachas están de rechupete. Pero el viejo cabrón es medio celoso. No las deja ni tener novio, ni autoriza a que salgan a bailes o fiestas. Ha de pensar que los novios se lo pueden coger a él también. O no sé, pero según eso las muchachas no lo han podido domar. Y que pica a bravo también. Los pretendientes de las nenorras le tienen flojera y no se les arriman. Se le están quedando, o se le estaban, porque la tercera ya se le casó hace poco.
_ ¡La historia, Moy! – le interrumpen los demás con torrentes de boruca.
_ No coman ansias. Para allá voy. La que se le casó se veía a escondidas con el novio. Tenía que ser así. De común acuerdo extremaron cuidados para verse y arrimarse, para que se les calentara el cuerpo. Porque para torear y casarse hay que arrimarse. Pues ahí tienen ustedes que un día nomás le llegaron a Joaquín los papás del novio, sin que los esperara. Se la pidieron. La sorpresa lo dejó mudo. Era la más modosita, la que parecía ser la más obediente. La tuvo que dar. No se pudo negar. La familia del novio se veía de buenas maneras, también ganaderos, al parecer. Se ve luego, luego, el que sabe de ganado. La dio y ya no se echó para atrás, porque hasta eso, aunque sea corajudo, es hombrecito. La familia vino desde Michoacán, de allá son. Se casaron en Uruapan.
La fiesta se celebró en un hotel campirano muy bonito, muy mexicano, que hay por allá. Espacioso, dicen que como una hacienda, de tejado rojo y techos altos. Uno de los muchachos de Joaquín es mi amigo y así me lo pintó. Habían pasado varias horas de la fiesta, ya habían bailado el vals y todo mundo estaba muy contento. Ya habían partido el pastel y la gente andaba toda encandilada. La novia se quitó el velo y se aflojó la tensión esa de andar disfrazada toda de blanco y hampona. Y como casi siempre, para casarse estrenan zapatos, parece que le apretaban. Fatigada, quiso descansar los pies.
En el estacionamiento, el novio le propuso dar una vuelta rapidita por la ciudad, para que la fuera conociendo. Aún había luz diurna. Ella aceptó. Y apenas habían rodado unas cuadras, en el alto de un semáforo apareció un tipo por la acera y desenfundó un revólver. Ella venía distraída. Cuando tuvo enfrente al empistolado, que le apuntaba, se espantó. Pero su hombre, ágil, la empujó con el brazo hacia adelante e hizo por meter el seguro a la puerta. El agresor soltó un solo disparo y le destrozó la mandíbula al recién casado. Luego se dio a la fuga, viendo que no iba a conseguir dinero, si, tal vez, quería robarlos. Todo pasó. Ni la muchacha se pudo cambiar pronto de zapatos, ni siguió la fiesta, ni el ladrón cargó botín alguno.
_ ¿Se murió el novio? – preguntan todos.
_ No, porque una ambulancia lo recogió pronto y lo cargó al hospital, agonizante, debatiéndose entre la vida y la muerte. No murió, pero duró hospitalizado mucho tiempo. Parece que se llevó más del año para medio empezar a comer como es. Y bueno, ahora casi no se le nota. La hija de Joaquín hizo guardia día y noche, hasta que salió del hospital. Los primeros días de cuidados las enfermeras le llevaban ropa interior y buscaban asearlo. Le preguntaban a la muchacha, novia recién casada pero que no había probado todavía, qué era del paciente. Mi esposo, les contestaba. Entonces, báñelo y cámbielo usted.
Se lo dejaban. Ella era todavía puro pudor vivo. Se ponía roja, roja. Le faltaba que la hubiera revolcado aquel y hecho sudar, para matarle la vergüenza. Todavía no la había hecho feliz. No se sentía comprometida. Menos sabía si le iría a sobrevivir, ni si bien o baldado. ¿Qué tal si le quedaba caminando como cigüeñal de camión? Así pasó. Ahora viven bien y parecen contentos.
_ ¿Qué sabes de eso, babieco? – contraofende ahora Román, queriendo sacarse la espina de la burla anterior.
_ Sabe más el burro por largo que el diablo por travieso – retoba Moisito cogiéndose los genitales en molote y ofreciéndoselos al rostro.
_ En los que te sientas, méndigo. Y no te digo más por tu papa aquí presente.
_ Ah, tá güeno – remata ladino Moisés, el joven, aceptando la capitulación de Román.
[Continuará…]