Otro modo de educar es posible, pero no depende sólo de las condiciones externas. Depende, cuando se produce, de una decisión, de un modo de mirar y de tener la valentía de arriesgar, de incorporar otras miradas, otras perspectivas ─la de género, por ejemplo─ en la educación pública en todos sus niveles.
La mejora de la educación es posible, otra educación es posible. La educación que queremos es posible también, porque defender una escuela verdaderamente pública, inclusiva, coeducativa, ecologista, democrática, igualitaria, libertaria y laica, no sólo es posible, sino absolutamente necesario y se requiere del compromiso de todas y todos en su construcción, de la reflexión a la práctica. Hoy es más oportuno y necesario que nunca volver a resituar este derecho constitucional, así como los principios y fines que deben sustentarlo, para tomar de nuevo conciencia de la importancia de preservarlo como garante de la sociedad que defendemos.
La mejora continua del currículo educativo debe regirse con perspectiva de género y por los principios constitucionales de igualdad y de inclusión; éstos deben constituir un eficaz mecanismo de compensación de las desigualdades y procurar una oportunidad de aprendizaje real a cualquier alumno en todas sus diversidades. La participación de la comunidad educativa, docentes, familias y alumnado deben intervenir en el control y la gestión de centros.
La autonomía escolar debe estar en consonancia con el modelo educativo y con los centros educativos que necesitamos. Educar es una tarea cualificada que requiere de una mirada integral, incluyente, diversa y feminista. La inclusión educativa es una condición imprescindible para asegurar el derecho universal a la educación.
Los sistemas educativos tradicionales han sido modelos que perpetúan al patriarcado y contribuyen a dar sustento a las diversas formas de exclusión y discriminación de las niñas y las mujeres; generando desigualdad y patrones de estereotipos sobre el deber ser de roles tradicionales para niñas y niños que contribuyen con una mirada misógina y machista a situar a las mujeres en el espacio doméstico y a los hombres en el espacio público con capacidad de tomar decisiones sobre su cuerpo y sobre su vida. En ese sentido, las mujeres pasan a ser ciudadanas de segunda categoría al no poder incursionar en el espacio público y sobre todo, al no poder tomar decisiones sobre su cuerpo y sobre su vida.
Por eso, la educación que queremos es integral, con perspectiva de género, sin prejuicios y sin currículos ocultos. Los nuevos tiempos demandan nuevas políticas educativas.
La pandemia vino a demostrarnos la polarización de una sociedad dividida, racializada, discriminada y pobre. El nuevo pacto por la educación que queremos debe ser un pacto que se aleje del patriarcado, que revierta los deterioros sociales que impactan en la educación y que permita avances educativos y sociales a partir de un diálogo social con la participación de la comunidad educativa. La escuela pública debe ser garante de la igualdad y el derecho a una educación inclusiva y de calidad. Educar para la libertad debe ser el eje rector de todo pacto educativo. Educar con perspectiva de género en una escuela gratuita, inclusiva, laica, participativa y democrática debe ser el nuevo derrotero que dé rumbo a la educación que queremos.
Aprender a aprehender: a ser personas y a vivir con dignidad; a convivir como ciudadanas y ciudadanos del mundo, críticos, libres, justos y solidarios; a cuidar y defender el planeta y a ser autónomas y autónomos e independientes a partir de un conocimiento crítico de la realidad.
La educación que queremos implica un nuevo ser pensante, una niña y una mujer transformadora de su realidad. Eso, no menos, es la educación que queremos.
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