La locura de tío Chente (cuento) / IV
Mel Toro
Cuarta parte:
Yo creo que a tío Chente, que ya se había incrustado en la familia de El Pato, también le dolió el hecho. No di en inquirirle sobre este punto, para no ofender su memoria. Me limité a registrar que a mi tío le dolía algo en lo profundo. Notaba que traía algo clavado en el pecho. Algo extraño lo atormentaba, que le hacía simular miseria y andaba a diario iluminado con etílicos y otras yerbas. Ya forrado de billetes pues, también volvió al pueblo y cubrió religiosamente todos los adeudos que había dejado pendientes. Pagó hasta la última letra de sus compromisos. Negoció intereses con los agiotistas, que se lo querían comer vivo. Recuperó su aureola, o la empezó a construir. Sabía trabajar y defender su patrimonio.
Me empecé a interesar por esta extraña faceta de su personalidad. Pura curiosidad. ¿Qué cubría con su careta de briago, de inútil deshilachado, de zarrapastroso hediondo a alcohol y a mugre? No ligaba su facha con la historia real de un triunfador. Normalmente los viciosos son unos perdidos compulsivos, hundidos en la miseria de sus debilidades. La incuria los abandona y priva de recursos. Terminan siendo los más pobres de todos. Y sin redención, porque no hay mano que se estire para levantarlos. Si finalmente llega, ellos la rechazan. Se regodean en su llaga. La lamen y saborean su dolor. Su propio fracaso parece darle sentido a su vida.
Pero él se presentaba orgulloso de la piltrafa de imagen con que deambulaba por las calles. Le abordé sobre el asunto, ya que mi cabeza no alcanzaba a dar con pista válida de la paradoja a resolver. Y me proporcionó una rara teoría, a la que luego tomé como evasiva. Me la explicó al detalle, para que no me quedaran dudas. “El negocio de la grasa es escurridizo como la manteca. Y embija. A todo el que maneja sebos le resulta difícil eliminar la pestilencia de sí. Lo único que corta las cadenas saturadas y polisaturadas es el alcohol. Por eso verás – concluyó – que todos los matanceros, los carniceros, los jaboneros, los taqueros, somos borrachos. Y no medianos bebedores. Sólo nos derrotan los cosacos, que poseen el campeonato mundial”.
Su éxito pecuniario en la capital le vino, aparte de su liga afortunada con El Pato, de su carácter apacible y pachorrudo, como buen campirano. Se estableció en la delegación de Atzcapozalco. En sus ratos libres, en lugar de empinar el codo con los del gremio, que es la rúbrica del ramo, se iba a las fábricas y a los talleres. Ahí, deshilachado, cual paisano de poca nota, sin aparentar nada del otro mundo, preguntaba de todo. Se quedaba contemplando la elaboración de soldaduras, la manufactura de invenciones de todo tipo. Y luego, con una sencillez franciscana, de hombre ingenuo que no tiene urgencia de nada, pizcaba hasta el último detalle de la construcción de lo que le interesaba. Así fue como suplió sus primitivos cazos de cobre, caros, estrechos y de difícil manejo, por pailas hondas y altas. Sustituyó la leña por quemadores de gas. Mecanizó lo más que pudo todo el proceso. Introdujo bandas que rodaban los productos de una parte a otra, bombas y tubería que succionaban los líquidos hirviendo a charolas enfriadoras, embudos gigantescos que llenaban latas y tambos de manera mecánica, sin que intervinieran casi operarios. Pronto, de sus agudas observaciones, fue capaz de competir con los obradores de la capital y arrebatarles el control del giro.
Su especialidad fue la cosa ésa del chicharrón y de la manteca. Habiendo abaratado costos de producción, empezó a monopolizar materia prima. Hubo veces que los introductores de cerdo, en lugar de ir a dar al rastro con su mercancía viviente y chillona, llegaban a vaciarle en su obrador uno o dos trailers de marranitos. Y los dejaban a crédito, porque sabían que los realizaría. Un día tuvo que cerrar el negocio, teniendo dentro a uno de esos proveedores generosos. Hacían ambos el mismo juego. Aquel le dejaba la mercancía y volvía al tiempo, para cobrarla al precio que corriera. Pero el tío cerró los portones y ordenó a sus operarios que se lo trajeran a la oficina; que no se les fuera a escapar, fue la consigna. ‘Díganle que no soy su banco. Si se les pone al brinco, me lo traen amarrado, o esposado’. Cuando lo tuvo en la oficina, lo desataron, porque sólo amarrado se lo pudieron llevar. ‘No soy tu banco, le dijo. Aquí tienes tus quichos. Que se devalúen en tu bolsa, no en la mía’. A los muchachos les encantaba el trato del tío. Lo idolatraban, porque era ocurrente y vivaz, tras su careta de menso. Aparte, era vasto con ellos. Por eso lo obedecían ciegamente. De quienes lo trataron, nadie lo quería mal. Y eso que los chilanguitos son gandallas. Pero se dio a querer. Por eso pudo hacerse fuerte allá, en la capital.
El secreto real de su éxito radicó en, incorporándole miel de abeja a la fritanga, haberles dado a la manteca y a los chicharrones sabor y color especiales. Ese dorado único, inventiva suya, les daba un tono y hasta un olor tan propio que eran buscados en toda la ciudad. Por más que los competidores buscaban la forma de abatir el precio y ganarle el mercado, la calidad de su producto terminó imponiéndose. Cayó al gusto del galillo de los capitalinos. Ya con un amplio mercado en sus manos y con costos de producción abatidos, no sólo se ligó a los introductores, sino que del mismo rastro le llegaban hasta ochenta tambos diarios de lonjas y dentros para freír. Se desvelaba y madrugaba, según se ocupara. Iba y venía a los rastros y a las granjas. Era plena actividad. Su juventud y su audacia lo metieron en el torbellino de la buena fortuna.
Amplió la fritanga a las harinas, las grasas y los jabones. Sus instalaciones, destartaladas, herrumbrosas, infestaban de mal olor el entorno hasta a buena distancia. Olía en su torno, no sólo a grasa y jabón, sino a putrefacción, a hueso calcinado, a cuerno quemado, a cueros sin curtir, a estiércol extraído de los vientres de animales recién sacrificados y tirado por cualquier parte, a tufo revuelto, a sudor, a prisas y a crudo, pues siempre había por ahí hombres bebiendo o curando la papalina del día anterior. Se rodeó de una buena cuadrilla de trabajadores fornidos, hechos al trabajo pesado. Pero dio en emplear casi a puros muchachos del pueblo. Se los llevó a trabajar y a vivir con él. Le eran perros fieles, aunque algunos quisieron morderle la mano. Se sentía protegido. Todos los días se metía a la fábrica con ellos. Les pulsaba el humor. No los dejaba solos. Eran su familia. Les permitía consumir los productos, ahí y con la familia. En nada se fijaba. Los tuvo siempre comprados. Fueron sus años de oro. También los rellenaba de alcohol. De a poco, todos los días; pero el fin de semana, hasta quedar culimpinados. Y él con ellos. Así fue como aprendió a beber todos los días.
[Continuará…]