Lo oscuro de los cónclaves
Juan M. Negrete
De antiguo los cónclaves duraban días y días. Los opinantes se daban el lujo de especular en torno a cuantos aspectos les daba la gana. Pero las cosas han ido cambiando en los eventos más recientes. Para elegir al papa alemán Ratzinger se tardaron los cardenales apenas dos días. Lo mismo con la elección de Bergoglio. Ya se aceleraron los prelados.
A la elección pasada le recortaron más que a las dos anteriores. El nuevo papa resultó ser un gringuito que no lo es tanto. Tiene su nombre original en inglés: Robert Francis Prevost. También informaron que se lo cambia por el de León XIV.
Ya es del dominio público que por su papá tiene ascendencia francesa y española por su mamá. La gran prensa ya difundió como sabe hacerlo, con todo lujo de detalles, que el nuevo pontífice estudió su carrera eclesiástica en la congregación de los agustinos y que, ya siendo cura, emigró a Perú. Allá tomó la nacionalidad peruana, según eso que para poder ejercer como obispo en tal país. Luego se lo llevó la curia a Roma y llegó al grado de cardenal. Habiendo dado este paso, logró el derecho de entrar en el listado de los elegibles, con la fortuna de haber resultado el elegido para ocupar la cátedra de san Pedro o ser la cabeza del gobierno del vaticano, hasta que se le acabe la cuerda.
Son sus estatutos. Jugó con ellos y obtuvo tal presea. Lo veremos ungido como sumo pontífice hasta el final de sus días. Es lo normado y a lo que nos tiene acostumbrados la curia romana. Se trata de un puesto vitalicio, como era el de los reyes en la antigüedad. Los reyes que aún fungen en algunos países parecen ser más bien monarcas de opereta. Pero los vaticanos son reales y duran en el puesto hasta que se mueren, como lo mandan sus normas. Aunque a veces han roto ellos mismos sus reglas. A Ratzinger, por ejemplo, lo tumbaron del macho estando vivito y coleando. Se celebró un cónclave y eligieron a Bergoglio, siguiendo vivo Ratzinger. No es común eso de que en el vaticano se escenifiquen golpes de estado. Pero se lo dieron al teutón y como que todo mundo fingió demencia, porque no se oyeron reclamos ni protestas. En fin.
Pero decíamos al principio y en la cabeza que eso de los cónclaves contienen materia oscura. Cuando mucho trasciende al público que se dan rondas electoreras entre los participantes y que se repiten una y otra vez hasta que alguno de los candidatos obtiene la mayoría calificada. Mientras no se dé este hecho, el anuncio al público consiste en una fumarola de humo negro. Pero cuando ya llegaron a la ronda en la que uno de los contendientes obtiene la mayoría calificada, entonces sale de la chimenea el esperado humo blanco y concluye esta tarea particular.
El anuncio al público consiste en una frase latina: Habemus papam. Esta vez se le comunicó al mundo: Habemus papam gringou. Y todo mundo le entendió el dato. Medio raro, pero así fue. Tras esto vino el mensaje central del electo, su postura ante la comunidad que le pone atención y, como ya se adelantó, el nombre oficial con el que transcurrirá el período de su mandato vitalicio.
Pero vistas las cosas sin apasionamiento y comparando lo ocurrido con los procesos a que estamos acostumbrados, la neta que es una tarea más que elitista y excluyente. Si se dice que en el mundo hay 1, 400 millones de católicos, ¿por qué intervienen entonces en este proceso electoral tan sólo 133 cardenales? ¿Cuántos millones de creyentes por piocha de cardenal? Y no se sabe ni se oye que haya movimientos internos de ampliación de participantes. Al contrario, pareciera que, al gran público interesado, o sea a la gran mayoría de los católicos en el mundo, les agrada y simpatiza tal exclusión y tal elitismo.
Podría pintarse de negro también el contenido de la banderola ideológica y política de los contendientes. Se eligen sólo entre ellos. Pero ¿cuál es el criterio con el que se definen sus candidaturas y cuáles las variables que hacen que se incline el sufragio de las partes en dicho proceso? Las especulaciones de interesados y comentaristas van y vienen. Mas la claridad de los objetivos en juego nunca aparecen en comunicados claros y directos. Esto no es de ahora. Siempre ha ocurrido así.
No es de extrañar entonces que en el pasado y en nuestros días haya pícaros que tomen a sorna tales procesos y se burlen de ellos. Material hay de sobra para hacerlo. Y la inventiva humana da para esto y más. Sólo para mencionar un dato chusco, no del cónclave actual, sino aplicado en general a la realización de estos eventos, el escritor francés Rabelais escribió, en su inmortal novela Gargantúa y Pantagruel, una burla sangrienta de tales secretismos. Lo traemos a colación textualmente para conocimiento de nuestros lectores.
Dijo él, con lujo de detalles, que al o los candidatos a papa los sentaban en una silla perforada, horadada de su asiento. Y todos los electores, cardenales por supuesto, pasaban por detrás y comprobaban digitalmente el sexo del candidato, que tenía que ser masculino por fuerza. No querían que se les repitiera la cruel tragedia de que ocupara el trono papal una papisa, como había ocurrido con Juana allá por el año mil:
_ Si el propio papa apareciera en persona entre nosotros no sabrían qué otros honores hacerle.
_ ¡Sí haremos, sí -respondieron-! ¡Esto está ya resuelto entre nosotros! Le besaríamos el culo sin hoja, del mismo modo que los cojones, porque el padre santo tiene cojones, lo sabemos por nuestras bellas decretales; de otro modo no sería papa. De suerte que en nuestra sutil filosofía decretalina es necesaria esta consecuencia: Es papa, tiene pues testículos. Y cuando en el mundo falten testículos, el mundo ya no tendrá papa.
(Capítulo XLVIII del libro cuarto).