Los intelectuales ante el príncipe

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Los intelectuales ante el príncipe

Juan M. Negrete

Ya estamos en vigilia, atentos al llamado a las urnas. Nos queda escasa una semana para la emisión general de los ciudadanos mexicanos de su sufragio personal, para decidir la sustitución de muchos puestos de mando en el país. Se trata de una jornada muy amplia de cuyos números se ha hablado mucho. Por tal motivo nos ahorramos su enumeración. Estamos a cuatro días también para que se imponga el silencio generalizado sobre temas electorales. Los administradores del asunto le llaman ‘veda’. Se supone que se implanta este silencio para que los electores no se distraigan más y reflexionen la emisión de su sufragio. Y a darle, que es mole de olla.

Pero para cerrar las dinámicas, las sorpresas calificadoras y descalificadoras de los personajes que andan en contienda, campañas y todo lo que se acumule, tuvimos por estos días dos sorpresas, que bien vistas, no lo son tanto. Se difundió en los medios y en las redes un desplegado signado por intelectuales y gente de academia, sobre todo, que convoca al público, que les quiera hacer caso, a votar por la seño de las gelatinas y de los chicles. Hubo otro manifiesto similar, signado por otro paquete de intelectuales, en apoyo de la candidata de Morena. Algo así como una manifestación opuesta o contraria.

Estamos pues ante dos tomas colectivas de partido. A la primera mentada, la suscriben personajes más que conocidos. Podemos mencionar a Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Federico Reyes Heroles, Jorge Castañeda, Alberto Ruy Sánchez, Gabriel Zaid, Francisco Martín Moreno, Rafael Pérez Gay, Enrique Serna, Guillermo Sheridan, Roger Bartra, Ángeles Mastretta y Consuelo Sáizar. El número total parece ser de 270 firmantes. Se pretendió hacer aparecer este manifiesto como una clarinada de luz y libertad, aunque de inmediato lo opacó el dato de que algunos de la lista que aparecen inscritos declararon que no les fue pedido su consentimiento, como a la actriz conocida Ofelia Medina. Parece ser el caso de varios más.

El listado de científicos e intelectuales a favor de la doctora Sheinbaum también se difundió en medios y redes con amplia profusión. Se trata de personalidades tanto o más destacadas en la arena pública. El número de su lista rebasa con creces al manifiesto de la derecha. Se trata de una cantidad cercana al millar de firmas; novecientas, para ser más precisos.

No tiene sentido quedarse en las meras cuestiones cuantitativas del listado. Tampoco nos lleva a buen resguardo meternos a enaltecer o a denigrar el currículum de tales apariciones o de su inclinación manifiesta por la candidatura que sea. Si fue un acto libre de cada uno de los elencos de suscriptores, se trata de un acto libre y tan propio, cuyo derecho no ha de ser cuestionado. Y del grueso del público, quien se quiera enganchar en la propuesta de uno o de otro desplegado a la hora de emitir su voto, también queda protegido por el derecho fundamental para estos eventos.

De antiguo, los grandes pensadores de la humanidad como Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Savonarola, Kant y otros, han llevado al tapete de las discusiones la postura que ha de adoptar el intelectual frente al poder. Por supuesto que se refieren a pensadores auténticos, a las mentes brillantes que produce cada generación y de la que suele tomar y seguir pauta el grueso de contemporáneos. No es difícil identificar a los envestidos de poder. Complicada es la tarea de identificar a quiénes tomar de modelo, quiénes tiran línea y nos señalan la ruta atinada para continuar la brega diaria.

Para estos difíciles pasajes suelen citarse los ejemplos de Sócrates, Bruno, Tomás Moro, Carlos Marx y otros conspicuos personajes del gremio. Sufrieron persecución y muerte por defender sus principios. Va el dato de la disputa tenida ante Alejandro Magno por los dos filósofos que cargaba consigo para que le aconsejaran en sus decisiones, una de las tareas de los filósofos ante el príncipe.

Flavio Arriano, en su Anábasis de Alejandro, lo narra a detalle. Se trata de Anaxarco y Calístenes. Alejandro cometía ya demasiados excesos: ejecuciones, ruptura de protocolos, contumelias… El colmo de sus desmanes vino cuando, perdido de briago, asesinó a Clitos, su mejor amigo, su guarda de confianza, hijo del también guardián de su padre. Los lambiscones de su corte ordenaron rendirle tributos de adoración, darle trato de divinidad. Clitos se opuso. La osadía le costó la vida. Ya sobrio, Alejandro se encerró en sus aposentos, clamaba en amargo llanto por su crimen. Acudió Anaxarco a consolarlo y, al oído, le hizo entender “que no es necesario que un rey obre lo justo, con sumo cuidado y vigilancia, sino que ha de tenerse por justo lo que el rey hace, sea lo que fuere y de la calidad que fuere”. (Anábasis, Lib. IV, Cap. IX)

Calístenes, olintio, discípulo de Aristóteles, no aprobó ese proceder. Desaprobó el ‘creerse divinidad’ de Alejandro y recriminó a su colega por darle la suave. Debía cuidarlo y mantenerlo despierto, para que no desbarrancara. Había dejado de ser filósofo él y Alejandro había perdido la razón al no tener a su lado al abejorro crítico que lo alertara. El halago de Anaxarco le supo a rosas a Alejandro. A cambio, éste lo convirtió en su consejero predilecto. Le abrió la cartera, como decimos ahora. La suerte del crítico Calístenes fue la inversa: Aristóbulo afirma que “fue cargado de grillos y así acompañaba al ejército, hasta que murió de enfermedad”. Ptolomeo cuenta que “fue sujetado a tortura y que luego, ahorcado, acabó su vida” (Ibídem, Lib. IV, Caps. XI y XIV).

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