Miguelillo, el hortelano (Cuento cristero)

Gabriel Michel Padilla

Segunda parte

La tarde crepuscular de luces rojas se detuvo en silencio. Desde su caballo, el militar gritaba:

Silencio. Silencio! En nombre del supremo gobierno quiero saber….

       Su discurso fue interrumpido por Miguelito, quien, con estandarte en su mano, y sus escasos 16 años, se adelanta frente a su caballo y lo arenga:

Señor general, usted quiere saber quién ha organizado esta peregrinación, y tiene derecho a saberlo, usted ha de saber que nuestros sacerdotes han sido desterrados,

Al padre Peritos lo mataron por la espalda, al P. Rodrigo lo colgaron del mango del jardín y no hay quien nos reparta el pan del evangelio, es por eso que nosotros nos organizamos para alabar a Dios y a su Santa Madre. Nuestras armas son las flores, nuestros rifles los cantos y ellos no hacen daño a nadie. Yo lo invito también a que usted y su tropa nos acompañe a cantarle a Dios y a su preciosa madrecita.

      Mirando la atrevida valentía de aquel mozuelo, el general guardó silencio un momento. Luego le dijo:

Me sorprende tu garbo, muchachito, pero no estoy para aguantar tus discursos de sacristía, márchate a tu casa por ahora, pero guárdalo muy bien en tu cabeza: hoy te concedo la vida y cuídala, porque si vuelves a hacer lo mismo tu destino no será otro que el paredón y vas a morir con 10 plomos adentro de tus costillas.

– Mi general, haga usted su deber, pero le advierto que no dejaré de hacer   el mío, por lo tanto desde ahorita mismo puede cumplir con su amenaza.

– Yo cumplo mi palabra, ahora estás libre, y también cumpliré lo que te advierto.

Al otro día, como si nada hubiera pasado, Miguelito el hortelano volvió a su segundo oficio. Sus cantos no se dejaron amedrentar por el plomo que colgaba de las carrilleras de los militares. Al principio, el golpe de la amenaza que pretendía alojarse en las cabezas de los peregrinos, los hacía retraerse, pero pronto el contingente siguió aumentando, luego las filas de seguidores comenzaron a prolongarse como los surcos de cañas, que al soplo de los vientos parecen musitar melodías.

Pronto, peregrinos de Unión de Tula, de El Limón y otros pueblos, al llegar el crepúsculo, bajaban de sus caballos para incorporarse a la marcha melódica. Todos tenían hambre de Dios. Ganas de cantar y entonar sus cantos prohibidos por Juárez, Carranza y Calles. Cantos añejos llenos de melancolía, de paz y de cielo.

Miguelito pudo haberse perpetuado en su noble oficio de impulsor de cantares marianos si el general no hubiese regresado a ese pueblo lleno de persignados que tanto desdén le inspiraban.

En esta ocasión Miguelito ya estaba preparado. El general se pone frente a él y le dice:

-Me gusta cumplir mi palabra.

A lo que Miguelito contesta:

-A mí me gusta más.

Esa noche, bajo los tepames y los granados que sombrean el arroyo que baja de los Añiles, el cuerpo de Miguelito, cubierto de claveles rojos, era recogido por sus discípulos, los integrantes de aquel coro de soñadores de cielo. Una niña se quedó sin zanahorias, ejotes y yerbabuena y un pueblo entero se quedó sin cantos.