A veces nos desesperamos y rasgamos vestiduras ante el indomable virus Covid-19 que cada vez cobra más víctimas aquí y por doquier. Sólo hasta que descubrimos contagios, enfermos graves o muertes de gente conocida, cercana, amigos o parientes, es que reflexionamos que estamos bajo amenaza de este mal sin control. elecciones
Si cada cual hacemos un recuento de fallecidos en 2020 de personas que de una u otra forma nos incumbieron o teníamos regularmente noticia, encontramos que desde que se afincó en nuestro país el SARS-CoV2, fueron en número muy superior a los años anteriores, por lo cual es fácil sacar deducciones sobre el gran riesgo en que estamos expuestos todos, y no únicamente los de la tercera edad y quienes padecen enfermedades crónicas.
Sin desechar la enorme responsabilidad de las autoridades, a las que les tiembla la mano para implantar medidas más restrictivas para que sean cumplidas por todos, para “no quemarse políticamente”, la salida fácil que se tiene siempre a la mano de parte de la sociedad es echarle la culpa al otro, a los demás; al gobierno, al gobernante –federal, estatal o municipal– y casi nunca nos miramos hacia adentro. Tanto a nosotros mismos como a los gobernantes, nos cuesta mucho la introspección (“observación interior de los propios actos o estados de ánimo o de conciencia”, según el Diccionario de la Academia de la Lengua) y no analizamos con un poco menos de parcialidad nuestro comportamiento, el de la sociedad de la que formamos parte.
Cada día tenemos noticias y hasta videos en medios de comunicación y redes sociales confiables (muchas no lo son y las noticias que difunden son fake news) de que, a pesar del semáforo rojo que hay en una decena de estados y el doble de los que están en naranja con tendencia al rojo, la gente sigue como si nada pasara: se reúne en número considerable, hasta por decenas y cientos, lo mismo en fiestas familiares que en clandestinas, porque simplemente no creen o se sienten inmunes. Aunque ven la tempestad, la peste, no se hincan, como dice el refrán. Les importa más una copa con parientes y cuates que su salud o la de los demás.
En esa peligrosa franja roja central están incluidos Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Edomex, Tlaxcala, Hidalgo, Morelos y la misma Ciudad de México; en el norte, Nuevo León y Coahuila, y los correspondientes gobiernos, han impuesto medidas que, aunque disparejas en tiempo, alcance y forma, han pretendido frenar el exponencial crecimiento de la pandemia.
En Jalisco, que ya ocupa el tercer lugar por casos y decesos por Covid, ya se han dado varias medidas en distintas ocasiones –la primera en marzo del año anterior y dio buenos resultados en la disminución de los contagios, cuando se clausuraron todas las actividades no esenciales, incluida la inactividad en los templos. Hubo buenos resultados en general e incluso fue ejemplar. Pero luego vinieron el “puente” juarista, las vacaciones de Semana Santa, y tampoco faltaron los pretextos para que las personas se fueran al mar sin mayores previsiones, y se juntó la celebración del día de la madre; todo esto dio al traste con las medidas: los contagios se dispararon y, como ya lo he comentado en este espacio, el gobernador Enrique Alfaro aventó luego la toalla.
Posteriormente, vino el famoso botonazo, pero empezó a haber concesiones a ciertos negocios: se abrieron bares, comercios, cines, restaurantes y centros de reunión, casinos, estadios de futbol y, luego, el desorden.
Ahora, en la alerta en que nos encontramos en Jalisco, Alfaro y su gabinete supuestamente colegiado, permitieron la apertura de restaurantes hasta las diez de la noche y a una capacidad máxima de 50%, en tanto que se cerraron parques, jardines y parcialmente centros comerciales y el funcionamiento de tianguis sin medidas de control.
Contrariamente, a las iglesias de todas las denominaciones se les permite estar abiertas pero se les impide la celebración de actos litúrgicos, muy a pesar de que desde la aparición del coronavirus fueron las primeras en establecer medidas para evitar contagios, siguiendo las reglas esenciales que se tuvieron cuando la pandemia de la influenza en 2009: distanciamiento social, saludos sin contacto humano, uso de cubrebocas e ingreso controlado de fieles hasta un 30%; todo con toma de temperatura, aplicación de gel antibacterial y desinfección luego de cada ceremonia. Al menos esto se hace en templos católicos.
Es inentendible que, si desde una semana antes las autoridades sanitarias estatales vieron que se estaban saturando los hospitales, y los contagios y muertes crecían en grado desproporcionado hasta llegar a las siete mil víctimas, no hayan suspendido actividades ni evitado concentraciones y transporte urbano saturado. ¿Por qué esperaron tanto y dejaron crecer el problema a grado incontrolable? ¿Qué intereses se movieron para darles chanza a los dueños de ciertos negocios, incluidos algunos antros y, en particular por qué ampliar el horario de restaurantes hasta las 22:00 horas si también son centros de contagio, tanto más si son lugares cerrados?
Todas esas incongruencias evitan cortar las trasmisión del virus. Si a todo esto se agrega la adquisición tan limitada de vacunas –ahora sin abastecimiento durante un mes porque supuestamente se cedió a los países más pobres, como si nosotros fuéramos ricos–, y la aplicación de la misma sin un plan preestablecido. Se hace a base de acierto y error en que ahora los propios vacunadores se están vacunando sin tener mucho riesgo, aún antes de los que están en primera línea. ELECCIONES
La pregunta es también por qué gobierno lo quiere controlar todo desde el centro y tienen que ser los llamados “servidores de la nación” los predilectos para vacunar –y vacunarse, decía–, en lugar de emplear la estructura de la Secretaría de Salud, el Seguro Social, el ISSSTE y universidades que tienen a miles de pasantes o de alumnos para dar su servicio social, así como hay también organismos asistenciales. ¿Por qué todo lo tiene que ver y controlar el Ejército? Sus soldados que se encarguen de cuidar el orden y la seguridad, que lo hacen tan bien, eso sí.
A estas alturas era hora de que ya estuvieran inmunizado todo el personal médico; pero no, porque las vacunas son relativamente pocas y con este recorte de un mes en el abasto el problema se puede complicar. Y eternizar, si no hay un cambio de logística y, por supuesto, de compra masiva del antígeno.
Esperemos, como ya lo comentaba aquí en columna anterior, que la vacunación no se prolongue y se quiera empalmar con las elecciones dentro de menos de seis meses, y se deslice el asunto como una mera y graciosa concesión política, particularmente en zonas y lugares marginados. Eso sería inhumano, cruel.
Claro, lo que sí hay que entender es que la aplicación de la vacuna tiene un verdadero trabuco aún en países altamente desarrollados, pues hay que aplicarla prácticamente a todos los habitantes de la tierra.
México, sin vacunas durante dos semanas; aplazarían segunda dosis
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