Por Felipe Cobián Rosales
16 de febrero de 2022.- Entre la “casa blanca” de Enrique Peña Nieto, en la Ciudad de México, y la “casa gris” de José Ramón López Beltrán, en Houston, Texas, hay una larga distancia física, pero, por las evidencias hasta ahora conocidas, existe una muy cercana similitud en cuanto a conflictos de interés.
La famosa “casa blanca” del expresidente; quien, para desviar la atención puso a nombre de su entonces esposa, Angélica Rivera, “La Gaviota” y le resultó peor; fue donada por Juan Armando Hinojosa, dueño de Higa, constructora preferida del peñismo y terminó siendo la más acabada expresión de corrupción que inundó de pus a todo el país…
Y fue la autopista más corta y segura para la derrota del neoliberalismo y llegada al poder de la llamada Cuarta Transformación.
Precisamente con la bandera contra la corrupción, estigma de administraciones anteriores y muy significativamente de Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador, se llevó de calle a todos sus oponentes que él mismo llama conservadores y reaccionarios neoliberales.
Pero AMLO nunca se imaginó que su hijo mayor cayera en lo mismo que venía a combatir sin tregua su padre: desde la corrupción total y abierta hasta los conflictos de interés o la mínima sospecha de acciones -guardadas las proporciones en este caso- que pudieran identificarse con posibles corruptelas, como vivir, así sea rentada, en una lujosa residencia que pertenece a un alto ejecutivo que fue (Keith L. Schilling) de la compañía Beker Hughes que provee de bienes y servicios a Petróleos Mexicanos por más de 175 millones de dólares, luego de más de una ampliación del contrato original, “a partir de que Carolyn Adams y su esposo José Ramón López Beltrán se mudaron a la residencia en 2019” (Paniley Ramírez, 5-II-2022).
Puede creerse que el presidente no se haya enterado en su momento de estos movimientos, y sí es posible que su hijo -como sucede con ciertos juniors- se aprovechara de la coyuntura del poder para hacer posibles enjuagues que, al paso del tiempo se descubren y resultan sospechosos de estar o haber estado involucrado en un conflicto de interés que repercute en palacio nacional, contra su propio padre y que, quiérase o no, dañan la imagen del Ejecutivo cuya carta de presentación es precisamente la honestidad.
El asunto de la información de Latinus, Aristegui Noticias y Mexicanos Contra la Corrupción sobre el tema, no hubiera tenido tanto repercusión ahora si el mandatario no lo hubiera tomado como cuestión personal, como un ataque directísimo a él y que, en lugar de estar machacando a diario en contra de Carlos Loret, sobre todo, hubiera solicitado de inmediato una investigación a fondo de lo ocurrido. Pero no, el mismo presidente ha convertido esto en un escándalo mayúsculo y ahora en un boomerang que lo socava en la autoridad moral en que se refugia.
El caso de la “casa gris” sacó de quicio a Andrés Manuel y el pleito está casado contra Loret, al grado de exhibir, transgrediendo la ley, una información, reservada a los particulares –no así a los funcionarios públicos que tienen obligación de transparentar lo que tienen y perciben porque provienen del dinero público-, al mostrar supuestos ingresos anuales que superan los 35 millones de pesos.
La cantidad, de ser cierta, me parece una exageración en un país que de por sí -y es muy cierto lo que dice el propio AMLO-, paga mal a los periodistas, salvo excepciones. Se debe saber que la mayoría de los medios remuneran mal a sus trabajadores, y son precisamente las televisoras y los diarios más importantes. Quienes lucran, ¡y vaya de qué manera!, son los dueños, los magnates. Cuestión de mirar a Televisa de Azcárraga que ni a “La Gaviota” pagó tanto, y no se diga del consejero presidencial Salinas Pliego, quien, de a poco a la fecha se ha convertido en el segundo hombre más rico de México, por ejemplo.
El pleito AMLO-Loret es desproporcionado por la suma importancia -como ya anotamos antes- que le ha dado el primero quien, en lugar de salir fortalecido terminará debilitado ante la sociedad. La razón es sencilla: toda la fuerza del presidente por acallar a un periodista, y de paso al gremio que, por más o menos que sea conocido o reconocido, únicamente tiene como armas su pluma y su voz.
Muchas veces el presidente ha dicho que no es vengativo, que perdona pero que no olvida. Aquí asoma más lo primero, tal vez por todo lo que el susodicho reportero, a quien ha calificado de mercenario y lo ha denostado de diversas formas por haber revelado en estos tres años, distintos actos presumiblemente deshonestos, ya sea de los hermanos López Obrador, primos y cercanos. No obstante, lo que le colmó su paciencia fue el caso del primogénito, quien presume vida regalada, muy distinta a la austeridad de su progenitor.
Independientemente de que yo no conozco personalmente a Loret y tampoco coincido con algunos planteamientos o procedimientos, es oportuno recordar que López Obrador es presidente de la República y que, como tal, así se llame un ciudadano más, no tiene porqué acudir al Instituto Nacional de Transparencia (INAI). Éste sólo puede investigar los ingresos de los funcionarios públicos, no de los particulares.
Eso sí, instiga (ordena) a que el SAT y la UIF (Unidad de Investigación Financiera) investiguen al periodista… y con él, a medios y comunicadores en general. Y en ese barco vamos todos los periodistas en estos tiempos tan amargos en que, en solo unas semanas, ultimaron a cinco colegas.
No estaría por demás que los asesores presidenciales cumplan con su papel y lo aconsejen de verdad, sin servilismos. Que le recuerden que, sobre una disputa particular, a quien trata de aniquilar, prevalece, sobremanera, el interés de todos los mexicanos.