En la semana vimos un estallido devastador en la ciudad de Beirut, capital de Líbano. Un depósito, entre descuidado y abandonado, de cerca de tres mil toneladas de nitrato de amonio hizo volar a media ciudad por los aires. Se habla de 150 muertos, otros tantos desaparecidos y de unos cinco mil heridos. Escenas espectaculares circularon en los medios y en las redes. La imagen suscita asociación inmediata con el hongo nuclear del estallido de las bombas atómicas. De muchas cabezas conspirativas brotó el discurso de atentados, de misiles lanzados a propósito, de artefactos dirigidos a provocar la explosión. Lo extraño es que en los aguajes de los hombres del poder, como por decir en la corte trumpiana gringa, se especule y se dé curso a estas ideas sobre atentados malintencionados, de gente aviesa dispuesta a generar problemas serios a los gobiernos constituidos.
Visto a detalle el cuadro de la destrucción, donde resalta la desolación y el desastre, el número de víctimas humanas no resulta tan elevado. Ciertamente cinco mil heridos es un alto contingente, aunque no se informa con claridad sobre la gravedad de las lesiones. Como sea, el descuido, por bajo que sea el nivel pernicioso generado, habrá de ser analizado para evitar que se repitan daños similares en el futuro. Ya vendrán al dominio público las causales de fondo de donde provino el percance. La lección ha de aprenderse.
Como Líbano pertenece a la franja de los países del medio oriente, en donde no cesan las guerras, la inestabilidad política y los combates por el control de los gobiernos, azuzados por las potencias mundiales, es fácil caer en la tentación de atribuir el percance a los móviles políticos inherentes a las pugnas en vilo. Siria, Irak, Palestina, Irán, Afganistán… países azotados por la turbulencia de nuestra codicia, del vértigo deshumanizante de nuestras violencias cotidianas. ¿O será esto otro botón de muestra de nuestra degradación como especie, sin visos de voluntad de corrección?
El hongo que se visibilizó en este estallido fue semejante a los ya conocidos de las bombas atómicas. Resulta una cruel coincidencia que haya ocurrido en el aniversario 75 de su lanzamiento en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Por tratarse de un evento vergonzoso, profundamente despreciable, casi nadie le da cuerda ya a aquel deleznable acontecimiento. Ya habían sido sometidos los nazis en Europa. La capital del régimen hitleriano, Berlín, había capitulado al implacable avance ruso. El 8 de mayo de 1945 tremoló la bandera de la hoz y el martillo en los edificios del gobierno nacional socialista. Tales trémolos son un símbolo o anuncio que indican que la dirección del viento cambió; que ahora el ejercicio del poder está en otras manos y obedece a directrices distintas. El oso rojo avanzó desde el Kremlin, desplazó al hitlerismo del bunker mismo de sus controles, lo cual vino a ser el canto de victoria para los vencedores y el son de la derrota para los vencidos.
Italia, el aliado más gritón de los nazis, había caído antes. La fama ostentosa del imaginario nazi hacía pensar que éstos jamás claudicarían; que se sostendrían en su puesto de combate hasta el último aliento. Por eso vino a ser nota esto lo de la toma a sangre y fuego del Reichstag, sede oficial central del poder nazi. Los rusos doblegaron la soberbia nazi, ocuparon el país devastado y se aprestaron, junto con los aliados, a organizar el nuevo orden mundial.
Había empero un tercer país alzado en armas. Japón, en el extremo oriente, no hablaba de rendirse ni se notaba viso alguno de que se le pudiera llevar al abismo de la derrota en poco tiempo. Al contrario, los nipones, alentados por su historial bélico, parecían dispuestos a una muy prolongada confrontación. Quienes sostenían los combates ante el frente nipón eran sobre todo los gringos. Mas la tal superioridad del ejército gringo no se hacía patente. No había avances de nota en un conflicto que se prolongaba demasiado.
Hay versiones encontradas en torno a los móviles determinantes que llevaron al comando gringo a hacer explotar las dos bombas atómicas. La que se maneja como más verosímil es la obcecación criminal del presidente Truman a mostrarle a su enemigo japonés y a todos los demás en el mundo el avance militar desarrollado, con lo que se mostraba a este país como el más poderoso de la tierra. No hubo suficiente fuerza crítica dentro del comando militar yanki que disuadiera a Truman de tomar tal medida de fuerza. Los destrozos causados significaron lo que fue: un exceso execrable, aun midiendo la amenaza nipona como irreductible.
Truman ordenó el lanzamiento de la primera bomba en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Tres días después, el 9 de agosto, le repitió la amarga pócima a la ciudad de Nagasaki. En la primera murieron de golpe 130 mil habitantes pacíficos, de los 300 mil que componían su población. En Nagasaki murieron tantos como en Hiroshima.
Nunca lloraremos lo suficiente la brutalidad humana, mostrada en estos hechos deleznables, ni la protervia de nuestra especie. Tras la muestra del profundo daño que se causa en estos momentos irascibles y perversos, ni aun así ponemos coto y freno definitivo a la violencia de unos contra otros, que nos llevará finalmente a la extinción ineluctable de la especie. No ocupamos coronavirus que nos diezme. Nosotros mismos cavamos día a día la colectiva tumba, inevitable para la masa humana. Pero no entendemos.
En dos días, explosiones y un incendio en el continente asiático