Tacones rotos

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Eduardo González Velázquez

A lo lejos las luces titilan con insistencia, es la señal de la búsqueda de un “servicio”. El auto se detiene frente a ellas. Tras bajar el cristal, desde la banqueta resuena: “Hola guapo, ¿quieres un servicio? ¿Qué quieres hacer hoy? Yo hago de todo, tú eres la medida”. Se pacta servicio, duración, precio y lugar. En ese orden.

La geografía que habitan las sexo servidoras trans a partir de las diez de la noche es fría, breve, intensa. Cuatro cuadras a lo largo de la avenida López Mateos, desde la calle Cubilete hasta Tezozomoc en la zona de Plaza del Sol. Algunas son foráneas. Se hospedan en pequeños hoteles cercanos a ese lugar. La mayoría viven al norte y oriente de la ciudad. Es miércoles de poco trabajo. “Luego del puente los clientes están gastados; aunque tienen ganas, no traen dinero”.

Los altos tacones ajados lucen las espigadas piernas tenuemente tapadas por ajustadas minifaldas y shorts. La pedrería no deja de aparecer sobre sus telas, rodea las firmes muñecas y adorna los delgados, pero fuertes dedos, que aprisionan los pequeños bolsos.

El trabajo en Plaza del Sol es pesado, desgastante, difícil, complicado. “Algunas han quemado el lugar porque no dan los servicios, insultan a los clientes, los tratan mal”, dice una de ellas; para quien lo más complicado es acostarse con una persona que realmente no te gusta. “Con gente que viene sucia, que huele mal. Para muchas personas lo que hacemos no es trabajo, es solo dinero fácil. Ninguna de las dos cosas son verdaderas: es un empleo, y lo que ganamos no es dinero fácil”.

La historia de ella, la del bolso negro, es un pasado de ausencias, abusos, violencia. “No tuve familia. Nací en Guadalajara, a los tres años de edad me abandonaron en un internado en el Estado de México. Al terminar la secundaria salí de ese lugar donde sufrí golpes, escasez de comida, de ropa, violaciones. Aunque estuve en la calle, fue más difícil vivir adentro que afuera del internado. Me regresé a Guadalajara a ver si encontraba a un familiar. No hallé a nadie. Y ya no me esforcé en buscarlos, porque ellos tomaron la decisión y yo tengo que respetarla. Hace tres años decidí transformarme de hombre a transexual. Las cosas se complicaron. La sociedad no me acepta. No encontré empleo, por eso estoy en la mala vida, porque no se me abrían las puertas. Pero es curioso, aunque la sociedad no me acepta, si vienen por mis servicios”, comenta, al tiempo que le pide a un cliente que regrese en diez minutos.

¿Sigues buscando esas puertas abiertas?, pregunto presionado por el cliente que asentó con su cabeza a la indicación de retornar en pocos minutos. “Claro. Por eso estudio cosmetología y peluquería para abrir mi propio negocio”.

Aunque ninguna acepta tener un padrote, se puede observar algunos hombres cercanos a las esquinas en actitud de vigilantes a lo largo de toda la jornada. Insisten en que no pagan cuota por trabajar. Pocas son las quejas sobre los policías, aunque en ocasiones intentan sobornar a los clientes. Los vecinos tampoco se quejan, “tal vez se deba a que no somos escandalosas, ni estamos encueradas; solo venimos a servir a quien lo necesite”.

¿Cuántos servicios haces en una noche?, le pregunto a la del bolso negro: “A veces no hay trabajo. En algunas ocasiones me voy limpia”. ¿Y los precios?: “Varían según el servicio: el sexo oral cuesta $250 o $300. El servicio completo que incluye penetración, sexo oral, y un poco de interacción con el cliente, va de $500 a $800”. La mayoría de los clientes del lugar son hombres mayores de cuarenta años, “a veces vienen parejitas”. Algunos clientes solo necesitan compañía. Necesitan que alguien los escuche. La mayoría trabaja de jueves a sábado. “Hoy (miércoles) me tocó venir porque necesitaba dinero para completar algunos pagos”, explica una de ellas.

“Si me preguntas por mi nombre anterior, no existe nada antes del que tengo como transexual. No hay pasado. Solamente sé que soy una trans que se transforma día a día. Claro que existe un pasado pero creo que aquel nombre no me pertenece”. ¿Regresas al pasado seguido?, “No”. ¿Duele regresar al pasado?, insisto: “No. No me duele, al contrario, me ayuda porque de lo malo saco lo bueno”.

“Vivo sola. Camino sola. Duermo sola. Ya aprendí a vivir así. En el futuro me miro sin compañía”. ¿Duele esta soledad?: “Sí y no. Lo que más me duele es no tener una persona cuando viajas, y pedirle que me tome una foto”. Es muy complicado no tener pareja porque la persona que le gusta una transexual tiene que enfrentarse a la sociedad que te carcome. Porque van a decir “Oye cabrón, ¿por qué no una mujer?”.

“Yo no tengo nada que entender. Yo no seleccioné esta vida, la vida me seleccionó a mí. Nací en un cuerpo equivocado y ahora vivo mi vida”. ¿Es una tortura ser transexual?: “No, tortura no. Somos gente buena, gente con alma, gente que ayudamos. Tenemos todos los derechos, como cualquiera. Las miradas de la sociedad ya no me importan. ¿Qué le dirías a tu familia si te la encontraras?: “Nada, no le diría absolutamente nada, porque no tengo nada que decirles, nada que reclamarles ni que reprocharles.

Los autos no dejan de hacer alto frente ellas. Pasa de la media noche. Después del servicio el compromiso es regresarlas en taxi a la esquina. Deben seguir laborando. Los ingresos de cada quien marcarán la conclusión de la jornada. “No podemos irnos sin algo de dinero”, sentencia una compañera antes de abordar el auto de su cliente.

Frente a la ignominia construida por la comunidad existe una práctica de tolerancia y prudencia: el discreto encanto de la permisividad. El olvido como una práctica social para maquillar las miserias que somos capaces de crear y perpetuar. En las esquinas no hay palabras. Solo miradas que materializan el silencio que habita entre los cuerpos que buscan y se encuentran. El silencio que sirve para sumergir en las profundidades colectivas los escombros de la violencia que persigue a los tacones rotos que soportan las pesadas pisadas de sus personajes.

Nadie parece aligerar lo espeso del aire, ni siquiera la delgadez de los cuerpos arremolinados en las esquinas encaramándose unos a otros en un afán de paradójica protección, porque lo importante es mostrarse no esconderse entre los cuerpos deshabitados. Un contrasentido más de las vidas deshiladas bajo el amarillento y tenue reflejo de la luminaria.

¿Dónde le dan el servicio a los clientes?: “En el motel, nunca en sus casas. El motel es más seguro, si nos matan por lo menos ahí nos encuentran”.

¿Cómo terminará tu noche?: “Eso nadie lo sabemos, nuestro trabajo es incierto”.

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