TALLEYRAND

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Personaje que algunos han tratado de imitar y que la mayoría desconoce que existió, es considerado por los estudiosos del tema como el genio de la política de todos los tiempos. Fue la existencia de Talleyrand hilo conductor de varias épocas, incluso de varios mundos. Fue el vehículo irremplazable de las grandezas, de los vicios, las elegancias y el encanto del pasado. Fue infiel a aquello que le parecía efímero en el mundo nacido de la Revolución Francesa, los hombres políticos y los regímenes derrocados.
Fiel en cambio a lo que transciende a los individuos como la Civilización, cuya encarnación para él era Francia. Se le ha criticado su marcha, tanto la de su pie deforme como la de su conducta, se han denunciado su cinismo y su oportunismo, pero poco importan los calificativos y los juicios en contrario de la inagotable curiosidad apasionada que inspira. Pertenece a una raza cuya carrera no tiene final y cuya sabiduría llena de vicios es tan vieja como el mundo.
De él se han dicho muchas cosas como: “ser Talleyrand-Périgord, haber nacido como lo que hay de más raro en la humanidad. Para él, la nobleza nunca consistió en proclamar sus títulos, sino en hacer sentir su superioridad y en educar a la gente con su sola presencia”.
En 1784 hizo una visita a Chanteloup al duque de Choiseul, el antiguo e ilustre ministro de Luis XV. Observó y escuchó a ese hombre de estado: no se perdió una sola de sus palabras. ¿Acaso no veía en él el modelo de lo que esperaba ser? Choiseul explicó al abate de Périgord que había quedado atrás el tiempo de los ministros salidos de la iglesia. Habían terminado los ministros cardenales: Richelieu, Mazarino, Fleury…¡ Y a él que sólo lo habían hecho sacerdote para ser ministro! Le interesaba mucho más ser ministro que cardenal. ¿Qué podía hacer con una sotana que no le garantizaba el cielo, ni un ministerio? A pesar de todo su padre hizo una buena acción al pedir al rey que diese a su hijo el obispado de Autun. Luis XVI tenía en alta estima al conde y aceptó. La madre de Talleyrand se opuso, sin embargo el nombramiento prosperó.
En 1789 es nombrado miembro del Comité de la Constitución. Representó un papel determinante en las actividades más célebres, en especial en el monumento de la historia universal, La Declaración de los Derechos del Hombre. El redactó e hizo aprobar el famoso artículo VI que establece: “La Ley es la expresión de la voluntad general….”
Príncipe de la diplomacia, lo era también en un dominio en el cual nadie podía igualarlo: la información. Su habilidad para el arte de las confidencias, para el de sugerir, modelarse según los otros para tranquilizarlos y actuar sobre ellos, ha producido admiración y odio en quienes siguieron sus manejos y que en ocasiones fueron sus víctimas. Sus palabras nunca se referían al fondo del tema que no le inquietaba, sino que le eran dictadas por alguna intención personal, un interés cualquiera de adulación u otro. Sus informantes eran sus mujeres, que astutamente acercaba a quienes tenían la información. También lo eran los embajadores a quienes cultivaba de forma exquisita.
Blanc D”Hauterive brazo derecho de Talleyrand, ex oratoriano como José Fouché los reconcilió y los puso frente a frente. Talleyrand desarrolló su cortejo. Cuando Fouché decía algún lugar común, el obispo adoptaba una expresión de deslumbramiento y murmuraba con gravedad: “Eso Fouché, tenga cuidado, pertenece a la más elevada diplomacia”. Se disponían a realizar una partida peligrosa: o se derribaba a Napoleón o se dejaba la cabeza en ello.
El 20 de noviembre de 1808, Talleyrand y su asociado ofrecieron ante todos quienes importaban en París una demostración de publicidad política que es una obra maestra del género. El príncipe de Benevento invitó esa noche a una enorme recepción en el faubourg Saint-Germain para el cuerpo diplomático en su totalidad, los dignatarios, los cuerpos de estado, las finanzas y cierto número de aventureros de categoría internacional. Ante ese público, los dos cómplices presentaron su número que generó gran alboroto, desde San Petesburgo hasta Valladolid, donde produjo fiebre a Napoleón.
Los salones desbordaban de gente, afirma el testigo; de pronto con el retraso previsto, se anunció a un hombre cuyo nombre resonó, como un toque a rebato. Se vio a Fouché cruzar sonriente como jamás se le había visto sonreír. El príncipe cojo lo tomó del brazo y recorrieron los salones sin pronunciar una palabra. Europa se enteró entonces de que Napoleón corría peligro, no sólo en España, sino también en París. En Valladolid, Napoleón recibió la noticia de la conjura de Talleyrand y Fouché. Salió de España y llegó a París en cinco días.
Nada fue más pernicioso para Napoleón que la dirección oculta que Talleyrand ejercía sobre las fuerzas dirigidas contra el imperio francés. Nesselrode juzga de la siguiente manera a Talleyrand y Fouché: “Estos hombres no creían traicionar a su amo, sino protegerlo del ardor de sus pasiones al impedirle continuar con esas perpetuas guerras que despoblaban Francia, la empobrecían y podían terminar en espantosas catástrofes”.
Las armas de Talleyrand eran la tradición, la sabiduría, el derecho y el tiempo. Sólo él se atrevió a enfrentar al amo invencible de Europa. Ese cojo, jefe de un escuadrón de mujeres, comenzó a desarmar tranquilamente al coloso. Lo hizo sin temblar, seguro de su derecho a intervenir en el destino azaroso que llevaba a Francia hacia el abismo.
La conjura y la intriga llevaron a Talleyrand hacia el hombre más corrompido, dotado de una verdadera genialidad para la maquinación, para las celadas, las matanzas, desapariciones inexplicables, suicidios oportunos. Un hombre que lo sabía todo acerca de todo el mundo en Francia y aun en Europa, y que se llamaba José Fouché, ministro de policía.
Hasta entonces todo los separaba. Se odiaban. Pero no era el desprecio lo que los separaba, sino su educación, sus gustos, su origen, su epidermis. Todo lo que representaba Talleyrand, gran señor, opulento, amable, libertino, desenvuelto, que exhibía tranquilamente sus vicios y sus deudas, resultaba odioso para el desdichado sacerdote, necesitado, triste, feo, cubierto de pecas, de cabellos rojizos, y desagradables ojos sanguinolentos, repugnante y aterrador a la vez.
Fouché vivía como un tendero pobre, de sopa y carne hervida, entre su mujer menguada y una hija débil, a quien mimaba y escondía como un vicio. Era un asesino carnicero y sin embargo era un esposo y padre modelo. No gastaba lo que robaba y por lo tanto pasaba por ser una persona honesta. Fuera de sus delitos era irreprochable. Talleyrand sentía náuseas frente a él. Los dos son los personajes más atrayentes de la época de la Revolución Francesa.
Era Talleyrand muy sensible a los modales de sus invitados. Las faltas de buen gusto le molestaban más que la ingratitud o que la hostilidad. “Se recibe a alguien según el nombre o las ropas que lleva –decía –, y se le despide según el ingenio que muestra.” En una observación que hizo a uno de sus invitados de paso, quien se bebió de un solo trago un vaso de coñac de calidad suprema que acababan de servirle. Talleyrand le enseñó cómo era preciso comportarse ante ciertas obras maestras: “se toma el vaso en el cuenco de la mano, se lo entibia, se lo agita dándole un impulso circular para que el licor desprenda su perfume. A continuación se lo lleva uno a la nariz, lo aspira… –¿Y después, monseñor? –Y después, señor se deja el vaso y se conversa…” Nos faltan el tono y la mirada del príncipe, que debieron de aplastar al necio bebedor; termina diciendo su biógrafo Jean Orieux. Muere Talleyrand, dejando atrás su leyenda en 17 de mayo de 1838, en París.

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