Felipe Cobián Rosales
50 años: In memoriam
Para la presentación del libro Jinetes de Tlatelolco, de Juan Veledíaz en la FIL, escribí un texto que, resumido, presento a continuación en memoria de los caídos y de los sobrevivientes de aquel ataque artero instrumentado desde Gobernación a espaldas de Gustavo Díaz Ordaz, mas no por eso éste queda exento, y asumió su responsabilidad, lo que nunca ha hecho Luis Echeverría:
En la investigación de Veledíaz, sobresalen, ante todo, la hipocresía, las grillas, las mentiras, los golpes bajos, las intrigas y traiciones prohijadas desde lo alto por la avaricia envenenada de poder, el sello de Luis Echeverría, primero como titular de Gobernación y luego como presidente del país.
Ha sido, hasta ahora, el más populista y demagogo de cuantos ha habido. Juarista, cardenista y de un fingido izquierdismo, su piel de oveja para cubrir el lobo que llevaba dentro, pues fue, en gran medida, el artífice de la masacre de Tlatelolco según consta en distintas publicaciones y lo ratifica este libro.
Por esa ambición desmedida de llegar a la Presidencia, Echeverría fundó, como titular de Gobernación, un Comité Estratégico para instigar a líderes universitarios para que se manifestaran hasta que se desbordaran los ánimos y hacer indispensables a las fuerzas armadas no antes de haber creado una maquiavélica estratagema que solamente él pudo concebir para de esa forma, abrirse paso y eliminar a los contendientes de su partido por la Presidencia, a Emilio Martínez Manatou y Carlos Madrazo.
Así de chiquito era el espíritu de Luis Echeverría, tan desproporcional a su ambición sin límites. Por eso la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968; por eso después, ya presidente, el halconazo del 10 de junio de 1971, Jueves de Corpus Christi, para eliminar del Departamento del DF a quien pudiera hacerle sombra, Alfonso Martínez Domínguez.
Por eso, con engaños usó para sus fines al Estado Mayor Presidencial y a paramilitares para atacar a los estudiantes
Post prejuzgando a Echeverría, si en sus manos hubiera estado entonces el Ejército habría encontrado un resquicio, una mínima complicidad, para dar un golpe militar, o cívico- militar: tenía el respaldo estadounidense a través del embajador Fulton Freeman.
Pero tanto Echeverría como Freeman –quien lo planteó descaradamente– toparon con roca: el secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, quien le reviró molesto al diplomático que no pasaría a la historia “como un traidor a la patria”.
Es precisamente este militar, un soldado accidental que amó su carrera de corazón y fue leal a sus principios, el eje de esta obra de Veledíaz -uno de los periodistas que más ha investigado en archivos y en fuentes directas y que más sabe sobre las fuerzas armadas-. Ahora se explaya en torno de esta figura tan vilipendiada desde aquella matanza, pero que el tiempo, tan justiciero y vengador, ha ido poniendo en su lugar a cada quien.
Sin duda que los malos de esa masacre fueron el propio Marcelino, Gustavo Díaz Ordaz y, el peor, Echeverría quien, a través de la Dirección Federal de Seguridad armó todo el tinglado, y que cuando vio que le fallaba, quiso dar marcha atrás y pidió al General que abortara el avance de la tropa para contener a los manifestantes.
En esa ocasión –cuenta el autor—, el general Marcelino García Barragán explotó: “Con el Ejército no se juega, Luisito… hijo de la chingada…” O aquella otra que se le atribuía: “Mira Luisito, yo no estoy jugando a los soldaditos”.
Ciertamente don Marcelino cometió muchos errores, abusos de poder como gobernador o como general, al darle rienda suelta a familiares y protegidos que se convirtieron, en ocasiones, en verdaderas pesadillas en la región y costa jalisciense, creando cacicazgos, Algunas veces cobijando a su hijo Javier García Paniagua. Como titular de la Sedena fue más moderado, aunque al hijo le toleró ciertos excesos que provocaron algunas intrigas entre mandos.
Muy de pasada, el autor toca la vida de las familias de García Barragán y lo recuerda como general anticristero que, impulsó a su antiguo soldado, Aarón Joaquín, cuando éste se dijo “iluminado”, a crear la Iglesia La Luz del Mundo para contrarrestar a los cristeros, a quienes había combatido con las armas.
No obstante, don Marcelino moriría bajo el cobijo de la Iglesia católica. No se me olvida que en su velorio, en su casa de Autlán estuvo presente el entonces obispo de esa diócesis, Maclovio Vázquez Silos. Por cierto, cuando el sepelio, su hijo más querido, Javier García Paniagua, no ingresó a la residencia de la esposa del general María Montañez donde quiso ser velado el general. A media cuadra esperó la salida del cortejo que se dirigiría a uno de los panteones locales.
El autor de Jinetes de Tlatelolco, da cuenta de las virtudes y defectos de las fuerzas armadas de entonces y trae a cuento un largo escrito publicado en la primavera de 1958 en la revista Siempre, firmado por el general José María Ríos de Hoyos, titulado “Grandezas y miserias del Ejército mexicano”, donde hacía un severo análisis de la corrupción imperante hacia el interior de la institución y de la escasa confianza que había hacia la misma por parte de la sociedad, “desempeñando funciones de policía”, como en buena parte sucede ahora.
Para esas fechas de la publicación, don Marcelino permanecía en el ostracismo, hasta que lo rehabilitó Adolfo López Mateos en 1960, para después ser llevado por Díaz Ordaz a la Defensa Nacional en 1964. Entonces, sin saberlo, en la Secretaría de Gobernación, el general divisionario tendría su contraparte: Luis Echeverría. Eso lo corroboró hasta que, a mitad de 1968, iniciaron las marchas de estudiantes que culminarían trágicamente, en Tlatelolco.
Ya para entonces, el Departamento de Estado de los EEUU –se cuenta en el libro–, Echeverría había sido analizado y calificado como un abogado que “rinde culto a la intriga”. Y esto quedaría de manifiesto poco después al conocerse la existencia del ya citado Comité Estratégico para mover a los universitarios a manifestarse y de cómo LEA se valía del coronel, Edmundo Arriaga, para obtener información de la situación general y del interior del Ejército y de su cabeza.
Pero no sólo eso, el mismo titular de Gobernación movió fichas para generar tensiones y traiciones dentro de las fuerzas armadas.
Otro coronel, Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, obedeció órdenes que habrían partido de la Secretaría de Gobernación –no de la Defensa- y apostó francotiradores vestidos de civil en las partes altas de los edificios de Tlatelolco para emboscar a sus mismos compañeros de armas, los soldados mandados por la Defensa. Apenas llegaba el Ejército para, presuntamente disuadir a los manifestantes y detener a los líderes del Comité de Huelga, cuando fue recibido, desde arriba, con una lluvia de balas de ametralladora de los guardias presidenciales; el primero en caer fue precisamente el general José Hernández Toledo, comandante del batallón de fusileros que, con altavoces, trataba de dispersar la multitudinaria concentración en la Plaza de las Tres Culturas.
Mayor muestra de intriga y traición no podía haber por parte de Gutiérrez Oropeza en contra de sus mismos compañeros de armas.
Ésta y mucha más información está asentada en Jinetes de Tlatelolco”, donde queda de manifiesto el grado de maldad de quien gobernó este país – Echeverría Álvarez- de 1970 a 1976.
No en balde, García Barragán lo odiaba, pues quería echarle toda la culpa de la masacre a él y a Díaz Ordaz.
Cuando en 1976 –antes del golpe de Echeverría a Excélsior- siendo yo corresponsal de este periódico me topé con don Marcelino en la sucursal Guadalajara de Nacional Financiera, contra esquina de la Comisión Federal de Electricidad, le pregunté, entre otras cosas, sobre su vida y proyectos de inversión en su rancho El Tecuán, respondió tajante:
“Mira, mientras esté éste hijo de la chingada en el poder no haré nada”.
-¿Puedo publicarlo, mi general? –le consulté.
-No. Dile a mi pariente – así se refería a don Julio Scherer García- que me hable.
Así se lo transmití a don Julio directamente. Me dijo que lo haría. Nunca supe más.