La soberanía del pueblo

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Ha causado mucho ruido la propuesta de llevar a tribunales a los expresidentes neoliberales y leerles la cartilla. Si resultan entambables, que se les encarcele y ya. Ruido, demasiado ruido, tal vez distractor. Ni se les va a enjuiciar, ni menos caerán al bote. Esto es lo que nos dicta como por venir el principio de realidad, por el que hemos de regirnos. No seguir sus directrices nos arroja a manos de un onanismo colectivo insufrible. Y no está el horno para bollos.

Vayamos a los principios, con los que se establece la axiomática de nuestros actos políticos. Dice claramente el artículo 39° constitucional: La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

Tras semejante declaratoria fundacional, cuanto de ello se siga se apoyará en el faro que la ilumina. ¿Qué pasa si ‘ese pueblo soberano’ decide darse un modelo de gobierno monárquico, o dictatorial, o tiránico, o de república simulada, o de democracia de opereta, o de charlotada permanente?

Pontifican nuestros rancheros, que no se andan por las ramas, al decir que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. No tenemos por lo pronto otra salida que la de trabajar con el gobierno establecido actual que tenemos, sus decisiones y acuerdos, y hallarles la cuadratura. También hemos de hacer de tripas corazón y ajustarnos a la oposición bullente y a sus desfiguros actuales. Antes fueron gobierno, ahora andan arrastrando la cobija. Y como que no les cae todavía bien a bien el veinte. Así estamos.

Subidas a palestra las disputas bizantinas actuales, nos golpea a la cara el hecho palmario de que el manejo del poder en nuestro país ha sido el de un presidencialismo omniabarcante, asfixiante si se quiere decir, que impregna todos los poros de la piel del cuerpo de la república. No hay apenas un resquicio, de naturaleza política, en el que la presencia atosigante de lo presidencial esté al menos alejada, o que sea débil, ya no digamos ausente. Para revisar a detalle el origen, en los hechos, de esta figura presidencialista de nuestro hacer y deshacer, no es buena pista eso de meternos a revisar hasta con lupa los textos de nuestra constitución. Los que le entienden a estos choros nos dicen claramente que perdemos el tiempo con tales ejercicios.

La conseja común nos decía que el presidente de la república sólo podría ser llevado a tribunales por el delito de ‘traición a la patria’. Eso se oye bien y hasta se entiende. Pero ¿cómo le hacemos para tipificar tal delito? Y aún peor, ¿cómo hacerle para ajustar los hechos particulares, los actos precisos, las decisiones tomadas por tales personajes a la figura de traición a la patria? Y esto quedándonos tan sólo en el afelpado campo de la discusión judicial. Porque llevados a lo pragmático, ¿quién se atrevería a ponerle el cascabel al gato?

La pregunta que se propuso, para que ser firmada por el gran público, consistía en el objetivo de poder llevar al banquillo de los acusados a los cinco expresidentes pasados, o sea tirar del macho al presidencialismo. Venía en la redacción el nombre completo de cada uno. Se obtuvo la cifra de más de dos millones y medio de ciudadanos avalando la iniciativa. AMLO la llevó al senado, para que éste lo enviara a la SCJN. No ocupaba el aval de las firmas ciudadanas, pero las promovió para agregarle sabor al caldo y darle a su iniciativa contundencia política.

El fondo de semejante pregunta fue pues bien claro. ¿Le seguimos con el presidencialismo obtuso y exagerado o ya le paramos? Los que se excedieron en esta graciosa concesión, o en este exceso prevaricador, y terminaron dañando los intereses populares fueron los últimos cinco expresidentes, los del período neoliberal. ¿Los llamamos a pasar tras barandilla? La respuesta no se hizo esperar. El aval de esta millonada de ciudadanos está ahí. Los magistrados de la suprema tuvieron que dar la cara al público demandante. Y nos contestaron.

Claro. A la iniciativa de poner en su sitio a la investidura presidencial y ponerle frenos al carácter absolutista del ejercicio del poder, aceptaron que son enjuiciables. Es decir, los principios constitucionales que nos rigen son el cimiento fundatorio de nuestro edificio republicano. Era lo menos que podían responder. Pero luego se sacaron de la manga una rectificación, la de la pregunta original. La elevada por AMLO, que contenía los nombres de esos cinco extitulares del poder ejecutivo, fue modificada. La dejaron así:

“¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.

¿A qué tanto brinco, estando el suelo tan parejo? Estos señores de la suprema corta deberían ir descendiendo ya de tu impenetrable torre de marfil y darse unos cuantos bañitos de pueblo. Que no sea necesario que tengamos que demolerles sus santuarios de inmunidad. Que le hablen al público con un lenguaje comprensible y de nitidez de contenidos. Ya es insultante que se embolsen cada mes salarios superiores al medio millón de pesos, para que todavía nos salgan con semejantes bateas de babas, cuando de consultarles su postura es el caso, como el presente. ¿No sería pertinente que se le consultara a ese pueblo, al que le proclamamos constitucionalmente la soberanía, si será conveniente ya, de una vez por todas, que ese poder judicial tan inasible sea definido mediante votación, que se ganen tales posturas de gobierno mediante el sufragio universal? ¿Sería mucho pedir o le empezamos al baile?

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