Autonomía universitaria: pleito inacabable
Juan M. Negrete
Disminuye la discusión mediática sobre el tema universitario. Pero hay que seguir bordando sobre él pues es asunto de trascendencia. Preguntarse por la naturaleza formal o legal de nuestras instituciones de educación superior no es tarea ociosa. Con la constitución establecida en 1917 quedó claro que iba a ser el estado el garante de estos institutos, así como también su sustentante.
Por sentado queda en la imaginería popular que el que mantenga las universidades tendría también el derecho a marcarle directrices, tanto en su mera viabilidad como en los contenidos de su trabajo. Contra esta intromisión, o así entendida esta prebenda estatal, saltó a la palestra la banderola de la autonomía. Ganó adeptos y hasta se volvió contagiosa. Resultará largo el relato de esta disputa. Mas no hay que perderse en vericuetos meramente eruditos o de colección histórica.
Para el gran público bastará con pincelar dos o tres constantes bien esclarecidas y que no generen confusiones o equívocos. La primera en ganar el litigio autonomista fue, en 1929, la universidad nacional. Luego vinieron ingresando a este estatus otras más. Nuestra UdeG lo consiguió en 1993, sin pelear y sin nada, como una concesión graciosa del poder local, como casi todo lo que anda ganando, para bien o para mal.
Para la última década del siglo XX ya teníamos en cartelera, bajo este esquema litigioso, tres tipos de universidades. Uno lo conforman las públicas, que siguen figurándose como dependencias del gobierno, aunque en los hechos funjan como ‘autónomas en los hechos’. El segundo paquete lo componen las autónomas por ley, entendiéndose el paso como un registro formal estampado en la papelería legal u oficial correspondiente. Y el tercero está compuesto por las universidades particulares. Y se acabó el corrido.
Agradezco a uno de mis exalumnos (que es lector asiduo de estas colaboraciones pero solicita permanecer en el anonimato), la analogía de la clasificación aquí expuesta sobre nuestras universidades con la tripleta constitucional establecida para el tipo de propiedad territorial, aún vigente en nuestra constitución. Por un lado está la propiedad privada, que no le genera confusión a ningún hijo de vecino, porque es la figura más extendida en nuestra vida diaria. En segundo lugar vendría la propiedad pública o estatal, que se refiere a los dominios o posesiones municipales, estatales o federales. Y el tercer bloque tendría que ver con la llamada ‘propiedad social’, que rige tanto para los ejidos, como para las comunidades indígenas.
Cualquiera pensaría que la figura de la propiedad social estaría en proceso de extinción. Pero tal conclusión apuntaría a una mala información o, lo que sería peor, a una mala deducción. Según los registros del Inegi, de los 200 millones de hectáreas que hay en el país, 110 millones de ellas siguen inscritas en el padrón de la propiedad social. Estos números remiten a una presencia superior a la mitad del espectro nacional. Así que no hay ni fantasmas ni invisibilidad en este punto. Por más que se han modificado los artículos constitucionales referentes a este asunto y se ha pugnado, desde el poder mismo, a desmantelar esta figura, la propiedad social sigue siendo mayoritaria y definitoria de la personalidad territorial y de su posesión en el espectro nacional.
Esta analogía nos resulta útil, aunque no se pueda aplicar a pie juntillas. Arroja luz suficiente su comparación, como para entender mejor la disputa que hay en el asunto de la autonomía universitaria. Las instituciones privadas se han expandido. Se multiplicaron a lo largo del siglo XX (próximo pasado, dicen los eruditos), aunque no hubiese legalidad formal que las autorizara. Pero nuestros resquicios para evadir la fuerza de la ley siempre están a la orden del día, para tirios y troyanos.
En la colaboración anterior dábamos cuenta de un número muy preciso, aparecido en un desplegado de 1990. Nos dieron la cifra de 57 universidades privadas. Por supuesto que para estas fechas, treinta años después, este número ha aumentado. Como sea, no hay dificultad para identificar este grupo. Quienes trabajan o estudian en ellas saben muy bien en dónde están parados. Lo que las signa por parejo son los costos para su ingreso y permanencia. La diosa ganancia está presente prácticamente en todas sus actividades, a las que deberíamos mejor llamar entonces, para entenderlas con más precisión, transacciones universitarias.
Enarbolan entonces la banderola de la autonomía nada más los otros dos paquetes que quedan. Ambas poseen en común su naturaleza de públicas. Si el estado les marca sus alcances y perímetros, conviene denominarlas aún estatales. No es un sambenito. Es un formato de funcionalidad legal y política que aún enmarca sus actividades.
Las autónomas son igualmente públicas. Son tan independientes del poder formal como otros entes autónomos que pudieran invocarse para su mejor comprensión. Vendrían a componer entonces un formato como el de la propiedad social. Nuestros impuestos las mantienen. Funcionan para que el público obtenga beneficios de su existencia misma. Pero son autónomas, o exigen ser identificadas como tales. Está claro que su tal autonomía no debe ser entendida como autosuficiencia. Las finanzas del estado, o sea nuestros impuestos, las hacen posibles. Se norman por sí mismas. ¿Cómo? No se pierda el siguiente capítulo de esta interesante novela inacabable.