Del manto de la inmunidad

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Dentro de los alegatos que se sostienen sobre las atribuciones y facultades que ejercen los que se hacen del poder ocupa un primerísimo lugar la prebenda de la inmunidad. Como ocupará harto espacio en cualquier foro en el que se debata, dijimos en la entrega anterior que nos ocuparíamos con un poco más de calma a revisarlo. Van aquí algunos barruntos y ocurrencias sobre un asunto tan debatido, aunque poco consensuado.

De entre los muchos pasajes en los que Platón justifica, en sus lecciones pontificales, los hábitos y las rutinas, elitistas y discriminadoras, con que se desplazan los poderosos en nuestras comunas, escogemos el siguiente: Si hay alguien a quien le sea lícito faltar a la verdad, será a los gobernantes de la ciudad, que podrán mentir con respecto a sus enemigos o conciudadanos en beneficio de la comunidad sin que ninguna otra persona esté autorizada a hacerlo. (República, 389, b).

Este tipo de consejas abunda en la obra de Platón. Están orientadas hacia el afianzamiento de esta convicción, en la que los que se hacen de la vara de mando dispongan siempre de la voz cantante. Como dice una cantaleta que se repite en nuestro ámbito castrense: El mando no se equivoca; y si se equivoca, vuelve a mandar. No habrá forma a la que acuda subordinado alguno en la que pueda emparejar los cartones. Pero ¿son entes distintos los que alcanzan las magistraturas y las curules del poder? Por su superioridad intrínseca ¿todos los demás ciudadanos estamos sometidos a atragantarnos con sus consignas, así sean nefastas y erróneas? Es un hecho palmario que nuestras comunas rebosan de figuras y modos en los que se consagra la desigualdad como moneda corriente. No se cuestionan y apenas se debaten los postulados en los que está racionalizada esta distinción ciudadana, que en el fondo es clasista.

Hubo momentos, por ejemplo en la edad media, en los que los hombres del poder y sus racionalizadores sostenían que dicha atribución procedía de la divinidad. Por tal razón venían siendo incuestionables sus decisiones. Ahora hasta nos resulta risible el cuento con que engatusaban a las masas diciendo que la unción que se hacía en los templos de los gobernantes en turno era la que le otorgaba el poder supremo, porque era aceite bendecido por el espíritu santo. O sea que los reyes eran designados por la divinidad y había que pararle de contar. Las ceremonias de la santa unción tenían lugar en los espacios sacros. Ponían mano en tal aceite bendito pontífices, quienes también se decían escogidos por la divinidad.

El tal aceitito se guardaba en los sagrarios. Mas ¿cómo ocurría que ese tal ungüento investía de carácter incuestionable a los poderosos? Ah, porque estaba bendito, ya dijimos. La tal bendición le llegaba al relicario mediante una visita de la paloma, espíritu santo o tercera persona de la trinidad. Nadie lo veía, pero se escuchaba el trémolo sacro de sus aleteos, cuando descendía a realizar semejantes tareas… ¡Qué tiempos aquellos!

Ya no se acude a tales explicaciones obtusas, o infantiles si se quiere, para legitimar la soberbia de los mandones y su carácter ineluctable. Pero se sigue soportando la conducta impositiva de muchos de ellos. Es más, están establecidos en nuestros reglamentos y normativas sociales, textos a los que llamamos constitución y leyes. Por ley, el mandón coge la vara del mando y ¡ay de aquel que se le ponga al brinco! El manto de la ley lo vuelve inmune. ¿Y? De la tal inmunidad a la impunidad, no separa más que un paso. En países o comunas, como las nuestras, no hay casi ciudadano que se resista a darlo.

Tenemos un ejemplo muy cruel en nuestra historia, cuando un generalote michoacano se levantó en armas y ondeó la bandera de su insurrección con el lema de: ‘religión y fueros’. ¡Hágannos el favor! Soliviantar a la población para que cogiera las armas y defendiera las canonjías y las prebendas con que se despachan los que llegan a los puestos del poder… Ese tal personaje se llamó Ignacio Escalada y se levantó en Morelia, invitando a la rebelión ciudadana en contra de don Valentín Gómez Farías (jalisciense por cierto) en 1833. Don Valentín era el vicepresidente de Santana; pero en los hechos era el que despachaba en palacio, porque don Antonio se la pasaba en su hacienda de Manga de Clavo jugando a los gallos. Fue una danza sin conchinchi. Después hubo otras asonadas más con la misma bandera. Pero, bueno.

Poco a poco venimos madurando en estos terrenos, aunque aún se ve lejano el día en el que nuestros gobernantes sean sometidos por el juicio mayoritario ciudadano al ejercicio de la equidad. Muchas exigencias en contra de la discriminación y el elitismo empiezan a ser plasmadas en nuestras leyes en curso. Pero podremos empezar a hablar de cura de semejantes lacras cuando finalmente se convenza de ello y lo interiorice el grueso de la población mexicana. En tanto no estemos convencidos todos, o la gran mayoría pues, de que quienes asciendan a los puestos de gobierno son iguales a todos y han de actuar en equidad con los de a pie; que han de someterse a la igualdad universal; los abusos y tropelías de los de arriba no serán frenados.

Bienvenido sea entonces el edicto que a partir de hoy elimina el fuero presidencial. AMLO ya firmó dicha norma. Ayer fue publicada en el diario oficial de la federación. Es un paso enorme que se da en este sentido. Habrá que empezar a sacarle raja. Nunca se acaba de andar en estas sendas, pero siempre se empieza con un primer paso. No desmayemos entonces.

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