Efigenia (cuento) / II

Efigenia (cuento)

Mel Toro

Segunda parte:

Siempre le hizo gracia a mi madre que yo fuera de baja estatura, siendo altos todos mis demás hermanos y los familiares de mi padre. Pero decía que yo la había heredado a ella en eso. Todos los sabrosos misterios con que arropó ella mi infancia y mi imaginación de niño me los fui explicando gracias a que acudí a la escuela y aprendí a leer y a buscar la razón de las cosas. Pero mi madre no veía al mundo con ojos escudriñadores, sino mágicos. Por eso, hasta en la más honda penuria, siempre sonreía. Siempre afable y contenta, a pesar de hambrunas y pobreza. El mundo es una maravilla y poder pasar en él una temporada, aunque sea corta, es más maravilloso todavía. Y, con la magia que da la ilusión por vivir y se vuelve cariño, nos crió ella. Si los ojos de mi madre fueron mágicos y amorosos, los de Efigenia, mi abuelita, fueron encantadores, hechiceros. Si mi madre vivió en un mundo de magia, mi abuelita vivió en la plenitud holística de la fusión de la naturaleza, que tenían los indígenas mexicanos en su cabeza, antes de que llegaran los españoles a tratar de ponerlos dizque en el riel de la civilización.

Al paso de los meses debe haber regresado la abundancia, porque yo dejé de llorar. Eso dijo siempre mi madre: que lloré mis primeros seis meses de vida seguidos. Y que para la función de enero me curó mi tío Benigno, un músico que tocaba en la banda sinfónica de la marina, en la ciudad de México y que venía a las fiestas del pueblo cada año. Me alivió con darme a tomar unas pastillitas como bolitas blancas con alcohol. Su diagnóstico fue que yo tenía miedo. Por eso se carcajeaba mi madre cada que lo platicaba. ¿Cómo iba a tener miedo un niño tan chiquito? Pero luego se ponía seria y aceptaba que las pelotitas blancas ésas, con alcohol, me habían espantado los miedos y había empezado a dormir. Descansé y dejé descansar. Me empecé a criar, como todos los niños del mundo. Una vez, ya muy anciana ella, le expliqué que las bolitas blancas con alcohol eran medicamentos de otro tipo de medicina que se nombra homeopatía. A ella no le supo a nada la aclaración, ni le importó un bledo.

Yo empecé a dormir y a crecer pues. Pero el que seguramente ni dormía ni crecía económicamente era mi padre, que tenía que habérselas con la crianza de nueve hijos y de su madre anciana. Cuidaba un estanquillo. Pero como la clientela andaba a la quinta chilla, ganaba muy poco en ese negocio y no le ajustaba para nuestra manutención. Terminó rentando el estanquillo a un primo mío recién casado. Mi padre se fue a trabajar al campo. Volvió a la agricultura. Uno de los agricultores ricos del pueblo, el más rico por esos días, lo invitó a montar un cultivo nuevo. El hombre rico tenía recursos para emprender una aventura cara, pero necesitaba a un agricultor conocedor y trabajador, serio y responsable. Lo halló en mi padre. Le puso diez parcelas a disposición. Se lanzaron a la aventura del algodón. Les fue muy bien y pronto salieron de muchos apuros, los dos. La cosa es que, en medio de esa fortuna, por poco me voy yo al centro de la galaxia y nadie hubiera vuelto a saber de mí, porque me secuestraron los duendes. Al menos, ése fue el diagnóstico de mi abuela y todo mundo lo creyó.

Bien entradas las aguas de ese año, mi madre tuvo demasiado trabajo en casa. Enviaba tacuales a mi padre, a mis tíos, a mis hermanos mayores y a otros trabajadores acasillados del algodón, que estaban bajo su cuidado. Era un trajín desde que despuntaba el alba. Ideó entonces un día, como para tomar un descanso, aunque no podía dejar de trabajar, arreglar pronto su casa, llevarse las vituallas a la plantación y allá darles de comer a sus hombres. Como era tan animosa, no la disuadió la visión negativa de mi padre, de que qué iba a hacer al potrero cuidando hijos chillones y traviesos. Ella se preparó, montó en el asno todos los bastimentos y a media mañana estaba en el campo, haciendo su día, para tenerles la comida lista a la hora que dejaran los hombres las labores, por la fuerza del calor.

Mi tío Trinidad era mayor que mi padre. Vivía como solterón con mi abuela. Era el brazo derecho de mi jefe y siempre andaba con él en todos los trabajos que éste emprendía. Cuando vio llegar a mi madre con tanto chilpayate, hizo un campito en su trabajo y armó, con costalera y reatas que halló a la mano, una hamaca para mí. Pudo así mi madre cumplir con el encargo de cocinar, tortear y calentar la comida de los hombres a la hora del mediodía y toda la familia chiquita pasó un inolvidable día de campo. El niño era mecido de vez en cuando por alguna mano compasiva, pero parecía dormir y no resentir el cambio. Tal vez ni los zancudos ni los mosquitos le hacían, porque ni lloró ni se quejó.

[Continuará…]

Salir de la versión móvil