Sábado 09 de septiembre de 2023. – Fue semana batida, como casi todas. Pero como vamos a tener casi todo un año para andar entretenidos en arengas de grilla, cambiemos hoy de catalejos. Invito a quien guste a que volvamos la vista a un suceso al sur de nuestra América de hace medio siglo. Reflexionemos sobre aquel acontecimiento trágico, que no ha perdido actualización porque nos sigue afectando.
A quienes fuimos contemporáneos de aquellos hechos dolorosos sus datos duros nos son conocidos. Hay boruca actual que ensaya a desvirtuar aquellos hechos, como siempre. Los que estuvieron del lado de los golpistas ensayan a justificar lo ocurrido, pero sobre todo a cargar la responsabilidad a quienes sufrieron la afrenta, la persecución, el exilio y la muerte.
Hay que señalar a los gorilas, a los milicos, a las fuerzas armadas pues, cuya obligación central estaba en proteger y defender al poder establecido y no tirarlo de la silla, como a los agentes. Y por supuesto que tras ellos hubo titiriteros, poderes fácticos que nunca dan la cara, a los que habrá que desenmascarar. Es lo que toca hacer en nuestros días.
El mundo político de aquellos años vivía atroces convulsiones. Quince años antes del golpe militar fascista en Chile, se habían batido los guerrilleros cubanos por deponer al dictador en turno, Batista, y buscar acomodar el poder al servicio de sus mayorías. Encabezaron esta lucha Fidel Castro y el Che Guevara. No sólo consiguieron su objetivo, sino que se convirtieron en un polo de atracción irresistible para quienes en aquellos días éramos casi imberbes y nos pulsaba en serio el interés vivo por enderezar nuestras cosas en nuestra propia casa. Se convirtieron en un modelo a seguir.
Ya con el poder en la mano, Fidel se quedó a ordenar la casa propia, porque era cubano, El Che le acompañó en estas tareas los primeros años, pero luego cambió bandera y se propuso llevar la agitación a otros pueblos hermanos. De ser posible, lo dijo, llevar esta bandera a todos los pueblos sojuzgados del mundo. Por eso supimos que se lanzó al corazón del continente africano allá por el año de 1964 y luego, tras su experiencia en el Congo y tal vez en Angola, decidió trasladar el incendio al continente americano, a nuestra realidad latinoamericana. Se incrustó en el corazón de Bolivia, para incitar a otros hermanos latinos, los del sur, a alzar los pendones y a enfrentar definitivamente a los tiranos locales. En tales lides murió, en 1967.
Su experimento ha sido calificado de generoso, de visionario, en muchos casos. Pero otros ojos lo califican de descabellado, incendiario y estéril. Ciertamente han pasado ya muchos años, más de medio siglo de aquellas calenturas, cuyo núcleo racional debe fincarse en la idea clave que dictaban las condiciones extremas que guardaban las autoridades de aquellos días con nuestros pueblos. Era todo tan tenso, tan brutal, tan arbitrario, que los jóvenes no veíamos otra solución para componer el cuadro que la lucha armada. Teníamos que bornear a los que estaban en el poder con la voz de los fusiles, con el estallido de las balas. Por la fuerza, pues.
Esto es lo interesante de la lección que vivimos aquellos años con la experiencia chilena. El doctor Salvador Allende abrigaba los mismos anhelos y las mismas banderas que Fidel y que el Che. Quería y buscaba, con todos los recursos a su alcance y de quienes lo seguían, implantar para los chilenos un régimen socialista, de inspiración popular, dirigido a eliminar la segregación, las injusticias y toda forma de desigualdad entre nosotros. Poner la autoridad al servicio de las mayorías, no de los oligarcas y de los atracadores, propios y extranjeros, como ha sido la norma siempre para nuestros explotados pueblos latinoamericanos y del resto del mundo.
Pero había una diferencia en sus métodos. El proponía llegar al poder, llevarle a los chilenos un poder legítimo de carácter socialista, pero por la vía pacífica. Hacer a un lado la propuesta de las armas y transitar por los cauces democráticos, los de la vía electoral. Facilitar a las mayorías que emitieran mediante el sufragio la voluntad de que su régimen implantara las medidas socialistas, marxistas, de izquierda. Los mismos objetivos políticos de toda la izquierda ya existente en el mundo, en otros países, pero por la vía de los votos, por los cánones democráticos. Y lo consiguió.
En 1970, la Unidad Popular, que fue una alianza entre todos los simpatizantes chilenos de la izquierda más un partido que se denomina demócrata y cristiano y que se parece a instituciones europeas con el mismo nombre, consiguieron la mayoría de los sufragios necesarios para escalar a los puestos de la disputa electoral. El doctor Salvador Allende llegó a ocupar la presidencia de la república chilena con la fórmula que propuso y que se convirtió en una lección única para todos los alzados de la tierra, no nada más para los insurgentes latinoamericanos, que no veíamos otra opción que la lucha armada.
Pero sucedió lo inevitable. La derecha mostrenca chilena mostró el cobre, la mala entraña que les rige y lo tiró de la silla. Ya no se esperó a reñir de nuevo en comicios contra el equipo en el poder, sino que recurrió a la brava, a la traición y dio el golpe de estado del que ahora, este once de septiembre, se conmemoran sus cincuenta años. La lección es actual, resultó perdurable. Nos debe mantener atentos, porque estas disputas se reeditan día con día en nuestros pueblos. La figura del amado presidente, Salvador Allende, se agiganta y vive entre nosotros. No habrá que olvidarlo nunca.