La nación-estado, ¿etapa final?

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Filosofando

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Deviene en placer intelectual ver que algunas reflexiones vertidas superan la fase de los oídos sordos o de las llamadas a misa. Gracias a las ‘benditas redes sociales’, dijo el clásico, ahora es más sencillo interactuar con corresponsales. Sobre la interrogante de la semana anterior en torno a la vigencia del modelo estatal, el que hemos conocido toda la vida pero que está sufriendo embates de muerte según la percepción de este redactor, llegó a los comentarios visibles uno de un exalumno de la UdeG a quien aprecio sobremanera.

Carolus (así gusta ser denominado en público de las redes) manifestó no estar de acuerdo con mi apreciación de que los tratados de libre comercio, tan de moda en los últimos treinta años, sean una segur para la existencia misma de las naciones-estado suscriptoras. Con suficiencia de datos y precisión estilística, cual es su manera de argumentar y plantear siempre con claridad, opone a mis afirmaciones su tesis central de que se plantean tan sólo tratados comerciales entre los países que los suscriben y, por supuesto, que no habrá que buscarle más pies al gato, si sabemos que tiene cuatro.

Formalmente revisados los documentos con que se cubren tales acuerdos no tiene pierde la objeción de Carolus. Y habría que aceptar su observación. Efectivamente, en ningún tribunal internacional, ni en plaza jurídica alguna se formaliza con tales tratados la disolución de las fronteras, ni la reducción de territorios. No hay prueba fáctica que se desprenda de tales documentos con los que se pueda testimoniar mi afirmación en tal sentido. Lo único que podría argüir en mi defensa, como para cubrir mis miserias argumentativas en este campo, es la aclaración de que no afirmé que nuestros cabilderos mexicanos firmaran la disolución de lo que hemos sido como nación, ni dieran paso a las secuelas negativas ahí señaladas, sino que lo formulé como pregunta. En ese sentido es interrogante para cavilar sobre nuestros avatares globales, cuestionarse sobre lo que hacen nuestros señorones cuando se juntan con los de otros países, que nos afecta y contra cuyas pócimas nada podemos hacer.

No se formulan en tales tratados cláusulas leoninas o acuerdos bajo la mesa que les sean impuestos a nuestros cabilderos a punta de pistola. Nuestros enviados los suscriben en entera libertad y a nombre de nuestras instancias estatales, porque (dicho con cierta reticencia) poseen todas las credenciales legítimas para signar tales convenios con otras naciones. El pequeño problema a discernir son las secuelas de la asimetría de quienes se sientan a la mesa a darle forma y sentido a tales pactos. Si los números de nuestra economía mexicana era, frente a la gringa por ejemplo, de una proporción 80:20 a favor de los vecinos, ¿se pudo haber esperado equidad y piso parejo para ambas partes? La experiencia nos dice que, por lo común, el pez grande se come al chico. Y en el caso que nos ocupa, no fuimos la excepción.

En los hechos lo que vimos, con la puesta en marcha del TLC y su funcionamiento ulterior, es que prácticamente en todos los renglones las mejores cucharadas de ganancias se sirvieron copeteadas para nuestros vecinos y a nosotros nos han ido tocando las sobras del banquete, como en el viejo cuento evangélico del rico Epulón y del miserable Lázaro. No habrá que meter en esta reflexión la discusión sobre truculencias o malas trazas del debate sobre el imperio y sus cosas. No quiero darle juego a teoría conspiratoria alguna, si bien la tentación no es fácil de resistir. Tampoco hay que decir que sea hipótesis descartable. Pero pasemos a puntos más sensibles, siempre objetivos.

Por ejemplo, se impone una buena revisión sobre la cuestión de la soberanía. ¿Qué clase de entidad viene siendo un estado-nación cuya soberanía es permanentemente transgredida por entes económicos más poderosos financieramente que ella? La discusión sobre la soberanía en estos términos, me parece, se torna un debate bizantino, sin agarraderas fácticas, en el que no hay tela de dónde cortar, ni meta determinada por alcanzar.

No tengo a la mano datos actualizados, pero para ilustrar lo postulado valen los siguientes. En 1970 se hablaba apenas de un centenar de empresas trasnacionales. Para el 2000 su número rebasaba ya las cuarenta mil. Pero más revelador aún resulta saber que a principios de este siglo cien de las primeras economías del mundo ya no eran naciones, sino empresas.

Nos gusta autoflagelarnos en muchos terrenos, pero más vale que abramos bien los ojos en ciertos puntos clave. Imaginamos nuestra economía siempre como diminuta, en función de parapetarla frente a la de los vecinos, que es gigantesca. Sin embargo, no es tan cierta esta fábula citadina. Veamos dos datos recientes del mundo de las monedas. La empresa del Facebook está por lanzar al mercado mundial su moneda virtual, que se llamará libra. Competirá de lleno con la virtual ya existente y circulante bitcoin. Se nos dice que ésta última desplazó precisamente a nuestra moneda mexicana, considerada en los mercados financieros como la octava más consistente y sólida. No andaremos tan mal entonces, vistos en el concierto de las naciones, si es que tales entidades se definen por su capacidad de emisión de moneda. Nuestros respaldos parecen poseer buenos garantes. Pero ¿Cuál nación-estado emite esas bitcoin que ya echó raspa a la nuestra y nos mandó a la segunda división? ¿Igual futuro nos espera con la libra facebookera? Como se ve, hay mucho por escarbar en estos temas. Le seguiremos, con la venia de nuestros lectores tan sufridos.

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