¿Tiene sentido tanto sainete?

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¿Tiene sentido tanto sainete?

Juan M. Negrete

Para los sexenios de Luis Echeverría y de José López Portillo conocimos, de la canilla de nuestros analistas locales, andanadas de descalificaciones y atropellos a todo lo que se había hecho o intentado hacer cuando el llamado nacionalismo revolucionario, corrido de los años treinta al setenta del siglo anterior. Esta parte de nuestra historia ya empieza a ser vieja (por eso es historia). Nuestros padres vivieron las mejoras, pero también los desarreglos que buscaron plasmar de las proclamas de la pasada revolución.

Aquella fue una algarada reivindicatoria, masiva, sin ambages. Puso el dedo en la llaga de todos nuestros males pasados y su nacionalismo buscó arreglarlos. No corrigió todas nuestras lacras viejas, pero las puso en el tapete para su revisión. Le hizo pues la lucha. Su mejor ejemplo es el reparto agrario. Desde Juárez, pero sobre todo en el período de Porfirio Díaz, las viejas propiedades en el país se fueron desmantelando e integrando en nuevos fundos. La propiedad tomó el duro cariz del latifundismo. Nos volvimos una sociedad en la que los dueños de las haciendas terminaron de acaparar todas las tierras labrantías, serranías, aguas y bosques.

Este acaparamiento vivió un proceso muy ágil de concentración en el que la ambición más descarada provocó, en menos de media centuria, su implosión. De los doscientos millones de hectáreas que posee el país, cuando mucho el uno por ciento de ellas quedaba ya en las manos de sus viejos dueños, las comunidades indígenas. Tenía que generar una crisis de fondo y estallar, como así ocurrió. La gente del campo, nuestros abuelos, tomaron las armas y salieron al campo a forzar la restitución de lo despojado.

Se lee aún en la fracción VIII del artículo 27° constitucional que todas las transacciones de propiedad agraria, realizadas a partir de las viejas leyes de 1857 y otras posteriores, son nulas de pleno derecho. Habían sido promulgadas para darle forma y vida al nuevo estilo de propiedad y posesión. Pero guardaban en su interior el duro núcleo de la injusticia originaria. Sancionaban como positivo el despojo, el atraco, el expolio de sus bienes a los antiguos poseedores.

El reparto agrario de entre 1930 y 1970 y el esfuerzo por hallarle su mejor mecanismo para que hacerlo funcionar cubre este período de nuestra historia. Los economistas nos hacen saber que en tal etapa nuestro país conoció muchos años de excedentes superavitarios. Hay años en los que nuestro PIB estuvo entre los más altos en el mundo. Se habló entonces del milagro mexicano, que ahora nos queda tan lejos. Hasta vendíamos alimentos y exportábamos bienes y mercancías al por mayor.

Fue modelo de economía mixta, un formato keynesiano. Pero de 1970 a 1982 nos desataron una campaña insidiosa de descalificación de tal experiencia. No se oía de otras que decir que el estado era un pésimo administrador; que todas sus empresas resultaban deficitarias y, por tanto, trabajaban con números rojos; que andábamos mal y que había que corregir el modelo completo. Claro que de entrada no se decía que había que entregar el manejo de toda nuestra economía a la iniciativa privada, pero luego se desenmascaró tal propaganda y la cantiga tomó semejantes solfas, hasta el hartazgo.

Cuando los propulsores del individualismo y la privatización sintieron que podían infiltrarse en las instancias del poder y hacerlo suyo, para desde ahí imprimirle ese nuevo rostro a nuestra economía, se lo agandallaron. Su nueva cantiga hablaba de modernización, apertura del sistema, la tecnocracia… Decían que iban a enterrar al viejo modelo, sus ruinas y sus desaciertos. Privatizaron hasta el aire que respiramos.

Buscaron el formato de la legalización de todas las tropelías implementadas para que les funcionaran sus cambios. Hay muchas ya, muchísimas leyes dictadas y decretadas con dicho fin. La más notoria, por los días que corren, es la famosa reforma energética. Pero no hay que olvidar que esas mentadas reformas estructurales, montadas por el llamado Pacto por México fueron trece. Ya habrá espacio para revisar cada una de ellas, pues todas ellas fueron armadas para echar a andar un estado tullido, desinflado, invisible. Un estado que sirviera solamente para darles la garantía de que cuanto dinero fluyera tuviera que hacerlo hacia las bolsas privadas. Y si proviniera de las arcas públicas, tanto mejor.

Pero como dicen los rancheros, en sus floridos refranes: No es pecado robar, sino que te hallen. En otro se afirma que A cada santito se le llega su función. La privatización hecha gobierno se atenía sólo al primero. Y se dieron vuelo, ya vemos. El gran público no se desesperó. Obrador prometió implementar, como agenda de gobierno si lo llevábamos a la silla, la reconversión de tales malas mañas. Ahora aparece esta exigencia como consigna de la 4T.

Con treinta millones de votos subió AMLO al sitial por el que compitió. No pudieron frenarlo los privatizadores ni con sus fraudes, a los que resultaron tan adictos. Ya en la silla, vemos que pone en marcha su promesa de campaña. Los escándalos actuales son apenas la punta del iceberg del infame saqueo al que habían sometido al erario los jerarcas de la privatización. Veremos más. Podemos estar seguros. Habrá que seguir atentos pues a los sainetes que sigan, pero listos a leerles el sentido atinado de la gesticulación que se genere con ellos. No irnos con la finta.

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