Un tulipán negro (relato histórico) / II
Mel Toro
Segunda de cuatro partes:
En su encuentro físico con la muerte, Luis Robles Diazinfante, arzobispo titular de Stefaniaco en Roma, contaba con 69 años recién cumplidos. Nació en El Grullo, Jalisco, el 6 de marzo de 1938 y concluyó su jornada vital el pasado sábado 7 de abril de 2007. Metido en los trabajos de CELAM a celebrarse en Aparecida, Brasil, se encontraba en Bogotá, Colombia, coordinando detalles del evento. Un paro cardíaco hizo que lo regresaran de urgencia a Roma, para su atención médica. Ya no hubo forma de salvarlo. Tres ataques consecutivos al corazón concluyeron con su existencia. Trasladados sus restos mortuorios desde Roma, llegó a México el sábado 14 por la noche y fue sepultado en la parroquia de aquí el domingo 15 de abril.
Los medios proporcionan los detalles de su brillante carrera de funcionario de la curia. Ordenado en Autlán en 1963, residió ahí cuatro años. En 1967 se trasladó a Roma. Ya doctorado en derecho canónico, entró al servicio diplomático del Vaticano. Honduras vino a ser su primer destino. Pasó a Pretoria (ahora Sudáfrica) en 1970. En 1973 se trasladó a Etiopía, el 76 a Sri Lanka, luego a Ecuador en el 79 y en 1982 a Colombia. El 85 fue ungido obispo. Ya enchalecada esta investidura, fue nombrado Pro-nuncio en Sudán. Y el año de 1990 lo cambiaron a Uganda, desempeñando siempre las mismas tareas de la diplomacia vaticana.
En 1998 Karol Woyjtila realizó su histórica visita a la Cuba de Fidel Castro, el último reducto socialista del siglo XX. El gobierno de la isla estableció relaciones diplomáticas con El Vaticano. Luis vino a ocupar la primera nunciatura en La Habana desde 1999 hasta el año de 2003. De esta nunciatura fue removido para ocupar la dirección de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL), su última tarea. Su débil corazón paró y su vida se apagó para siempre.
Lo que no difunden los medios es lo atractivo de su personalidad: la extrema sencillez de que hacía gala en cada acto cotidiano de su vida, su no afectada modestia, propia de los hombres virtuosos. A pesar de su alta investidura eclesiástica, se dirigía a pie a todos los lugares que visitaba. Atendía con paciencia a todo mundo y le brindaba su trato afable y franco. Nada de lujosos automóviles, ni de atuendos caros. No recamaba su cuerpo de joyeles y brillantes, hábito tan frecuente entre la gente de la curia. Se hubiera pensado de él, para su nivel jerárquico, un carácter atufado, el clásico aire de gitano señorón, típico de los ensoberbecidos nuevos ricos, que trepan los peldaños de la diferenciación social. Soberbia y vanidades, usuales en tanto trepador y arribista, que forman legión.
Luis estudió en la escuela del evangelio los capítulos de la humildad franciscana y aprendió bien las lecciones. Las interiorizó para sí, convirtiéndolas en estampas propias de su conducta. A esta su disposición cotidiana cooperó la humildad de su cuna y el ejemplo de su casa paterna. Noveno hijo de diez hermanos, su familia vivía remontada en la serranía, en San Lorenzo. Pero precisamente por ser de alto riesgo el embarazo de su madre para traerlo al mundo, don Jesús Robles, su padre, decidió trasladar a doña María Diazinfante, la madre, y con ella a toda su familia, a El Grullo, para estar en un lugar de mejores servicios.
La familia Robles fijó en la población su residencia definitiva. El que les sirvió de puente para esta decisión fue Conrado Díazinfante, el herrero, hermano carnal de María y cuñado de don Jesús, quien ya había abierto la senda migrante para ellos. Indiciado y señalado como cabecilla cristero, de toda esta región levantisca que se decía inclinada a los cristeros como él, sólo en El Grullo, el centro de la resistencia agrarista contra esta bandera confesional, encontró el cobijo civilizado. Conrado depuso las armas, pero no los ideales. Con el tiempo, llegó a ser presidente municipal de este pueblo noble. Y los Robles, sus sobrinos, también se convirtieron pronto en una familia emblemática del pueblo, por ser gente útil, por ser ciudadanos de orientación productiva. Unos son herreros, otros carpinteros; éstos, albañiles; aquellas, amas de casa; los más, agricultores.
Los quince años que vivió Luis en el epicentro de la miseria, de la más atroz hambruna del mundo, la que experimentan los pueblos africanos, mostraron su auténtica filantropía por los desheredados. La marginalidad infamante de tal realidad puso a prueba la congruencia de su discurso con sus hechos. En Sudán y en Etiopía le enseñó a la gente a consumir el maravilloso fruto del árbol de la parota, cuya semilla llevó desde acá de El Grullo, para combatir el hambre milenaria concreta de aquella gente. Les enseñó a fermentar vino del pitayo y otras frutas del área. Buscó algunas otras formas prácticas para rendir la desnutrición como debe ser. El respaldo de sus actos se lo dio siempre el trasfondo de la familia que lo procreó, bajo las líneas del cumplimiento de la palabra empeñada, el respetar a los demás y también hacerse respetar.
En cosa de discursos se entiende que, ya cuando deambulaba con la tiara de ungido de la curia, no le era fácil abrirse de capa en sus convicciones teológicas de liberación de los oprimidos. Los aires conciliares del tiempo de Juan XXIII y de Paulo VI viraron en redondo. Y él pertenecía al cuerpo diplomático de esa curia. Pero las aplicaba en los hechos. En cuanto podía abandonaba el manto de funcionario y vestía el sayal de misionero, uso poco extendido entre servidores públicos, que, faltos de solidaridad, se amparan siempre en las falsas coartadas del protocolo.
[Continuará…]