Corrupción y obra pública en la 4T. Entre la opacidad y la simulación

Román Munguía Huato                   corrupción

 

La corrupción en nuestra sociedad actual, especialmente en un mundo capitalista globalizado, constituye un universo en sí mismo. Es decir, tiene sus propias características fenomenológicas, pero esto no quiere decir nunca que se explica por sí misma ni que es ajena a todo el mundo de la política y de la economía. De hecho, hay una economía política de la corrupción que funciona según sus propias leyes correspondientes tanto a las de naturaleza económica como a las de naturaleza política. La corrupción se puede definir de muchas maneras, baste señalar aquí la de la Secretaría de la Función Pública: “El abuso del poder para beneficio propio. Puede clasificarse en corrupción a gran escala, menor y política, según la cantidad de fondos perdidos y el sector en el que se produzca.” México  es  el  país  más  corrupto  de  la  Organización  para  la  Cooperación  y  el  Desarrollo  Económicos  (OCDE),  de  acuerdo  con  el  Índice  de  Percepción  de  la  Corrupción.

Casi todo mundo coincide en que la corrupción es un mal social mayúsculo y que tiene efectos perversos en todas las esferas de la sociedad. Los que no están de acuerdo con lo anterior son quienes, precisamente, se ven beneficiados poco o mucho del mundo de la corrupción. “Quien no transa no avanza” se dice en nuestro país cínicamente para justificar que todo se vale para el enriquecimiento (in)explicable personal o grupal. O, de la misma manera se dice: “Un político pobre, es un pobre político”, frase del priista político–empresario Carlos Hank González.

La historia de la corrupción en México es muy antigua y lleva siglos. Desde tiempos coloniales a la fecha. Debemos suponer que las formas de corrupción han cambiado con la historia y se han adaptado a los profundos cambios sociales, al menos desde finales del siglo antepasado en tiempos del Porfiriato a los actuales tiempos neoliberales. Es precisamente durante la dictadura porfirista que la corrupción en la obra pública empieza a tomar forma, pero las formas modernas serán acordes con los tiempos posrevolucionarios; aunque la forma plena, más desarrollada y compleja iniciará en la década de los 80.

Según el “historiador” Enrique Krauze, Porfirio Díaz no era un político corrupto, aunque la historia dice lo contrario. “De Porfirio Díaz –afirma su liberal y conservador admirador Krauze– pueden decirse muchas cosas, pero no que fuera corrupto. Dueño de un dominio político absoluto, podía otorgar mercedes, prebendas, concesiones con la liberalidad de un rey, pero en lo personal tenía que ser, y parecer, honrado”.

Se cuenta la anécdota de que un Gobernador o Presidente Municipal, compadre de Porfirio Díaz, le escribió a éste último que ya tenía varios meses sin ver nada claro; es decir, nada de ingresos extras en su gestión; Porfirio Díaz contesta lacónicamente: ¡haga obra compadre, haga obra!

Jorge H. Jiménez, autor de Porfirio Díaz. Empresario y dictador, afirma que “Porfirio Díaz no fue un viejito obsesionado con el poder sino un empresario empoderado que modificó el artículo 72 Constitucional, para tener el privilegio de recibir contratos desde la Presidencia, con el fin de adquirir acciones de varias empresas, como la Compañía Eléctrica e Irrigadora en el Estado de Hidalgo, beneficiada con la construcción del Gran Canal de Desagüe del Valle de México… Pero no sólo eso. También privilegió su contacto con líderes militares de Estados Unidos, quienes incursionaron en México como empresarios, apoyó una clase empresarial sustentada en el amiguismo y la corrupción; participó como accionista en los tres principales bancos de México, adquirió una empresa minera para explotar el oro, e incluso modificó el estándar monetario de México para beneficiar sus inversiones.

“Además, incursionó en la producción de objetos de arte, ornamentación y efigies de celebridades históricas de bronce, asociado con el escultor Jesús F. Contreras; y quiso asegurar su legado empresarial, al llevar a su hijo al frente del monopolio ferrocarrilero, de la producción de dinamita y el hule. Incluso, ahora se sabe que abrió cuentas bancarias en España y Francia, donde envió gran parte de sus ganancias y de las cuales falta mucho por saber, explicó el historiador.”

Jiménez asegura que no han faltado quienes perseveran en revivir la modernidad porfiriana como un modelo para el presente y consideran cualquier movimiento en contra como una resistencia anacrónica al cambio. Sin embargo, considero que Díaz edificó un régimen donde reemplazó el saqueo caótico y ocasional de los regímenes posteriores a la Independencia por el saqueo organizado y continuo”, indicó el historiador.

La corrupción en tiempos inmediatos posrevolucionarios alcanzó alturas increíbles a tono con las nuevas élites del poder político y militar. Decenas de generales amasaron cuantiosas fortunas con base a los contratos multimillonarios de las obras públicas, empezando por Plutarco Elías Calles; el general Aarón Sáenz… y la lista es larguísima. Después de los militares llegaron los presidentes civiles quienes hicieron de la corrupción de la obra pública un modus vivendi como fue el caso emblemático de Miguel Alemán Valdés, el Cachorro de la Revolución, como lo llamó zalameramente el gánster estalinista Vicente Lombardo Toledano.

Pero la profunda corrupción durante décadas del siglo pasado es un juego de niños comparado con la corrupción a partir de los años ochenta. El neoliberalismo se impuso como política económica y también como cultura política del poder basado en la abierta trasgresión de normas institucionales gubernamentales y del Estado de Derecho. El régimen de Carlos Salinas de Gortari inaugura una época de profunda descomposición del poder político en la que muchos de los procesos de privatización de la cosa pública se llevan a cabo bajo arreglos turbios y encubiertos entre los diversos grupos de poder económico y político. La corrupción es la impronta de la vida política nacional. La concesión de autopistas a la llamada iniciativa privada, desde la década de los años noventa estará plagada de “irregularidades”, “moches”, “mochadas” y demás transas. De hecho, el ascenso de la hiperviolencia social en el país es una de las formas de la corrupción imperante durante cuatro largas décadas. Por supuesto, uno de los sectores económicos más proclives a la corrupción es el de la construcción de la obra pública aunque también el de las obras civiles de la producción habitacional e inicia la llamada corrupción urbanística. Desde hace tiempo los procesos de urbanización, especialmente los metropolitanos, no se pueden explicar sin la corrupción inmobiliaria. La corrupción hace que muchos políticos y funcionarios se conviertan en verdaderos agentes promotores de los intereses del capital inmobiliario.

En 1952 Adolfo Ruiz Cortines hace su campaña electoral con la propaganda de una moralización de la política ante la evidente corrupción que había hecho el gobierno de su antecesor Miguel Alemán (1946-1952); muy parecida, treinta años después, la llamada Renovación Moral de Miguel de la Madrid. Vicente Fox también se comprometió “a poner fin al sistema de complicidad y de privilegios y a combatir la corrupción sin salvedades, pero sin venganzas políticas ni revanchas partidistas.” El caso es que tanto en el gobierno de De la Madrid como en el de Fox, la corrupción avanzó a pasos gigantescos. Otra vez, promesas de campaña que nunca trastocaron las relaciones de poder y a las estructuras políticas.

Andrés Manuel López Obrador, durante su campaña electoral, ha sido quien puso mayor énfasis en el llamado combate a la corrupción con base a la consigna de destruir a la mafia del poder pripanista. Un eje central de su política son las intenciones de acabar con la herencia de las prácticas corruptas de los gobiernos anteriores pero, hasta el momento, ha sido muy poco o nada lo que ha logrado y se ha reducido a un mero discurso sus loables propósitos donde el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La llamada mafia del poder, los expresidentes y algunos representantes conspicuos de los grupos de poder, hasta el momento, es intocable y sigue caminando muy campante. Su combate a la corrupción y a la impunidad no ha dejado de ser mera demagogia y simulación, lo que no significa, para nada, que este grave problema social no exista ni que se deje de combatir.

El 12 de febrero AMLO afirmó en su mañanera que “la corrupción está acabando con el país” y que “los constructores tenían hambre de poder”. En el caso de las obras públicas, los empresarios constructores y los funcionarios tenían hambre de más poder, confirmó que mantendrá los grandes proyectos de su gobierno. Afirmó que exfuncionarios y empresarios consentidos amasaron pingües fortunas y la corrupción se extendió. En su exposición dio cuenta de cómo operaban las relaciones de una minoría para acumular riquezas fuera de lógica. “Era un engranaje en el que participaban integrantes de los gobiernos priístas y panistas, empresarios, intelectuales y medios de comunicación”. Tras describir acuerdos “inconfesables en la opacidad y el compadrazgo”, reiteró que la corrupción se dejó correr al abrigo de “especialistas” y medios de comunicación

“Para que todos lo tengamos claro: si una obra costaba 100 millones, la podían cobrar hasta en mil millones, 10 veces más. Y fíjense cómo se encubría. No se trataba el tema ni en la academia, el tema de la corrupción estaba vedado, no hay materias que traten sobre este asunto en las universidades, los investigadores no consideraron que esto era importante, ya ni hablemos de los políticos. En el discurso no existía el tema de la corrupción; en los medios de comunicación, menos.”

Dejemos de lado algunos ejemplos de presunta corrupción de AMLO bajo su gobierno del Distrito Federal con el videoescándalo del Señor de las Ligas (René Bejarano, su secretario particular) en marzo del 2004. También dejemos de lago la opacidad e irregularidades en la construcción del Segundo Piso del 2002 al 2005. Al parecer, hubo manejos “turbios o irregulares” en la asignación de contratos directos y el sobreprecio que se terminó pagando por aquella magna obra. Por supuesto, durante su gobierno no se construyó ni un metro del Sistema de Transporte Colectivo; todavía  los pobres no eran su “prioridad”. Dejemos de lado el escándalo de su hermano Pio recibiendo sobres de dinero, o el caso de su prima Felipa Obrador, quien obtuvo contratos millonarios de Pemex. Dejemos de lado el super escándalo del General Salvador Cienfuegos. También dejemos de lado el reciente escándalo de corrupción de Félix Salgado Macedonio. Con su experiencia priista, después perredista, AMLO conoce muy bien los laberintos del poder dentro de los cuales los mecanismos de corrupción encuentran cobijo de la impunidad. El Presidente pretende erigirse en un adalid incorruptible, pero la distancia de su deseo es muy lejana a la condición real de una apariencia revestida de autoelogio de una honestidad muy frágil.

Los megadesarrollos de obra pública de su administración han estado bajo la opacidad de los gastos. Por ejemplo, una reciente “auditoría concluyó que la Sedena ‘no proporcionó evidencia que justificara dichas cifras’. En una amplia revisión de uno de los principales proyectos de infraestructura del gobierno, encontró ‘una brecha entre los recursos requeridos y autorizados’ por Hacienda para el aeropuerto de Santa Lucía. Para 2020, tal ‘brecha’ entre lo requerido para el aeropuerto y lo que destinó Hacienda fue de 37 mil 578 millones y para 2021 se calcula será de 2 mil 774 millones, explicó el ente fiscalizador.

En cuanto al Tren Maya, “en el Informe del Resultado de la Fiscalización Superior de la Cuenta Pública 2019 consta que el organismo realizó siete auditorías al Tren Maya, en las que tras revisar el ejercicio de más de casi mil 100 millones de pesos, concluye, entre otros puntos, que se debe aclarar el destino de 156 millones de pesos, relacionados con pagos no justificados y adjudicaciones de contratos”.

Más aún, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) encontró irregularidades en proyectos centrales y programas sociales prioritarios del Gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador. En su revisión, la ASF detectó que en el Gobierno de López Obrador fueron utilizados de forma irregular 67 mil 498 millones de pesos (3 mil 304 millones de dólares). De éstos, 28 mil 934 millones de pesos (mil 416 millones de dólares) corresponden al gasto federalizado, es decir, los recursos que el Gobierno federal transfiere a las entidades federativas y municipios por medio de participaciones, aportaciones federales, subsidios y convenios. Por supuesto, de inmediato el propio AMLO descalificó los resultados de la Auditoría Superior de la Federación, arguyendo que él tenía otros dato.

AMLO en su conocida posición antiintelectual y antiuniversitaria afirma, sin sustento alguno, que “el tema de la corrupción no se trata en la academia, el tema de la corrupción estaba vedado, no hay materias que traten sobre este asunto en las universidades, los investigadores no consideraron que esto era importante.” Lo cierto es que la investigación de la corrupción de la obra pública se ha tratado desde hace décadas en diversos proyectos de estudios académicos y publicaciones tanto en la UNAM, en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), como en la Universidad de Guadalajara; igualmente en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). En octubre del año pasado, en el marco de la conmemoración del 80 aniversario de El Colegio de México, Andrés Manuel López Obrador, ante directivos y ex directivos de la institución sugirió “respetuosamente” realizar mayores investigaciones en torno a la corrupción en México. Desde luego, tal sugerencia es muy importante porque el tema debe profundizarse para explicarse más y mejor, pero también es muy cierto que su gobierno debe otorgar mayores recursos a las universidades que han visto mermados sus presupuestos por la “austeridad republicana” y contribuir a tales investigaciones. El estudio de la cleptocracia burocrática–empresarial (dominio de los ladrones) y las acciones consecuentes es fundamental para disminuir la desigualdad social y contribuir a los procesos democráticos.

La visión de AMLO sobre la corrupción es extremadamente miope porque deja de lado las profundas causas estructurales que le dan origen y además porque reduce el problema a una cuestión meramente moral. En la transa, el individuo actúa movido por el único objetivo  de maximizar sus ganancias. La política, la ética  son prisioneras  de la economía. Por supuesto, la corrupción es un problema moral y no en el sentido cínico que le daba el cacique priista potosino Gonzalo N. Santos de que la moral es un árbol que da moras. Pero este mal social no se resolverá con una Cartilla Moral al estilo de Alfonso Reyes que el propio AMLO promueve. Para él, el problema de México reside en la corrupción y no en el desarrollo del capital y su barbarie social en sus formas neoliberales, y así es imposible resolver radicalmente la cuestión. Hay muchos y buenos libros sobre este tema nacional, pero, al parecer, lamentablemente, AMLO no los conoce ni los ha leído. Mencionaré solamente dos libros de una amplísima bibliografía: Corrupción y política en el México contemporáneo, de Stephen D. Morris; y Vicios públicos, virtudes privadas: la corrupción en México, Claudio Lomnitz (coordinador).

La acumulación de capital en la industria de la construcción requiere en su dinámica económica de un poderoso lubricante político que es la corrupción y que además funciona como cemento para sostener la estructura del edificio de las formas del capital que dominan a toda la sociedad. El capital inmobiliario lava más blanco. La corrupción es inherente al capitalismo. Para aniquilar el virus pandémico de la corrupción se requiere verdaderamente transformar la sociedad y no maquillarla. Se requiere del control democrático de la población trabajadora del campo y la ciudad. Hay una necesidad política de que exista un control social desde abajo.

Escribe Ernest Mandel en su libro El poder y el dinero (1992) que “Durante mucho tiempo los analistas de los fenómenos sociales han estado fascinados con el dicho de Lord Acton: El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente… Pero si consideramos el funcionamiento real de la sociedad burguesa durante los últimos cinco siglos, en especial durante el capitalismo maduro y tardío, con su creciente burocratización de la vida socioeconómica, entonces la fórmula que mejor cuadra con la realidad tiene que cambiarse por otra sustancialmente diferente. Debería decirse lo siguiente: el poder corrompe. Mucho poder engendra mucha corrupción. Pero en la época del capitalismo no puede haber poder absoluto, pues en última instancia la riqueza y el dinero dominan. La gran riqueza corrompe tanto como el gran poder, si no es que más. Grandes cantidades de dinero producen un gran poder y por tanto corrompen absolutamente. Se puede eliminar el poder casi absoluto solamente si se eliminan tanto el estado fuerte como la gran riqueza del dinero”.

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