Felipe Ángeles rodeado de tapatíos

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Juan José Doñán

 

En el Consejo de Guerra Extraordinario que hace cien años (entre el 24 y la madrugada del 26 de noviembre de 1919) se llevó a cabo en el Teatro de los Héroes de Chihuahua para juzgar al general Felipe Ángeles y las dos personas que lo acompañaban en el momento de su captura, participaron dos tapatíos y un joven originario de Tequila, quienes tuvieron una intervención relevante en ese célebre juicio sumario, participación que quedó recogida en varios testimonios históricos, comenzando por la versión taquigráfica del extenso interrogatorio, y también en la espléndida recreación literaria que la escritora Elena Garro hizo del caso en su obra teatral Felipe Ángeles (1967).

El elenco de esos connotados jaliscienses estuvo integrado, en primer lugar, por el general Manuel M. Diéguez, a la sazón jefe militar de la plaza y cuyas fuerzas tomaron preso al estratega hidalguense, el 17 de noviembre de 1919, luego de haber sido delatado por un oficial de bajo rango llamado Félix Salas que, a la manera de Judas, le había fingido adhesión al general Ángeles para finalmente acabar vendiéndolo para cobrar la recompensa de 6 mil pesos que ofrecía el gobierno de Venustiano Carranza. El segundo tapatío que participó en el caso fue el abogado y coronel Alfonso Gómez Luna, defensor de oficio y quien en esa condición encabezó al pequeño grupo de juristas que alegó la inocencia de sus defendidos. Y el tercer jalisciense fue el también abogado e igualmente con un alto rango militar, Víctores Prieto, agente del Ministerio Público y a quien le correspondió el papel de fiscal del caso.

 

Justicia poética

De todos ellos, Diéguez era el más fogueado y el de mayor edad, pues contaba ya con 45 años y lo mismo había participado en muchas de las campañas del Ejército Constitucionalista que había ocupado cargos civiles de relevancia como la presidencia municipal de Cananea y posteriormente la gubernatura de los estados de Jalisco y Sinaloa. En el momento en que su vida se cruzó con la de Felipe Ángeles se encontraba al frente de la Jefatura Militar del Estado de Chihuahua y, más allá de la opinión que en lo personal hubiera podido tener de su colega caído en desgracia, pesaba sobre su propia voluntad la consigna de sus superiores, comenzando por la del presidente Venustiano Carranza, para eliminar “legalmente” al famoso estratega de batallas tan célebres como la de Zacatecas. Pero no sólo Carranza quería la eliminación de Ángeles, sino también el ya para entonces aspirante a la presidencia república, Álvaro Obregón, quien envió un telegrama a Diéguez en el que a la letra le decía: “Lo borraré a Ud. del número de mis amigos si hace alguna gestión en favor del general Ángeles”. (1) Y como éste ya estaba condenado desde antes de que se instalara el Consejo de Guerra, el juicio sumarísimo no pasó de ser un montaje legaloide ─que para colmo y casi como mofa se llevó a cabo en un escenario teatral–, un montaje en el que ni el acusado ni sus brillantes abogados defensores podían cambiar la anticipada sentencia condenatoria.

En algún momento posterior, durante los cuatro años y cinco meses que le restaban de vida ─sobre todo después del asesinato de Carranza, la madruga el 21 de mayo de 1920, y luego de haberse distanciado para siempre de los caudillos sonorenses, contra los que se acabó rebelando cuando a finales de 1923 decidió unirse a la Rebelión Delahuertista─ Diéguez bien pudo haber dicho en su descargo, con relación al caso Felipe Ángeles, aquello de que “quien es mandado no es culpado”. Sin embargo, más allá de la disciplina militar, está antes el honor ídem y la calidad humana, a los que el divisionario tapatío acabó faltando, máxime cuando aceptó ─o dispuso por su cuenta─ y con no poca sevicia, que el general Felipe Ángeles fuese fusilado con balas expansivas, con el fin evidente de que su cuerpo quedara desfigurado.

El final de Manuel M. Diéguez no fue menos cruento─aunque sin el halo de grandeza que rodeó el juicio y la muerte de Felipe Ángeles─ y no ha faltado quien haya visto en ello un acto de justicia poética. Cuando Diéguez se sumó a la Rebelión Delahuertista, hacia fines de 1823, el entonces presidente Álvaro Obregón decidió “borrarlo” pero no sólo de la lista de sus amigos, sino de la faz de la tierra. Así, tan pronto como se le informó de la captura del divisionario jalisciense, dio la orden de que fuera sometido a un “juicio militar sumario”, el cual lo encontró culpable de “rebelión”, sentenciándolo a la pena capital. El general Manuel Macario Diéguez fue fusilado, en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 20 de abril de 1924. Tal vez por ello, Elena Garro puso en boca de su personaje General Diéguez un parlamento de aires premonitorios, que el revolucionario tapatío dirige al General Gavira, presidente del Consejo de Guerra Extraordinario contra Felipe Ángeles: “Pero, ¿no comprende, general, que el crimen de matar a Ángeles, justificará muchos otros asesinatos en el futuro? El mío, el de usted, el de Carranza…”. (3)

 

Yo era entonces muy joven

También pesaba sobre el joven abogado Vítores Prieto Llamas (para entonces contaba con apenas 24 años), designado para fungir como fiscal del caso, la consigna de justificar “legalmente” a toda costa la condena a muerte de Felipe Ángeles. Muy ligado políticamente al general Manuel M. Diéguez, con el que había venido colaborando desde que este último se hizo cargo del gobierno de Jalisco en 1914, al nativo de Tequila le correspondió la poco heroica tarea de acusar al general Felipe Ángeles de “rebeldía” contra el gobierno, y de “formular la requisitoria de Ley” correspondiente, pidiendo para el procesado “una pena ejemplar” por el delito de haberse “apartado de la senda patriótica empezada bajo la inspiración del Maestro de la Democracia, Don Francisco I. Madero, para ir a someterse con su espada, con su escudo, con su intelectualidad y con sus gloriosas preseas, al bandolero feroz [Francisco Villa] que como centauro ebrio pisotea todavía nuestra institución”. (3) ¡Ironías de la vida, apenas ocho meses después Víctores Prieto posaría muy sonriente al lado de ese “bandolero feroz” y de ese “centauro ebrio” en la toma fotográfica del 23 de julio de 1920, la cual da testimonio de la rendición de Villa, luego de que éste firmara los Tratados de Sabinas, documento que había sido elaborado el mismo abogado jalisciense!

A diferencia de lo que le ocurrió a su primer mentor político, Víctores Prieto pudo sobrevivir a la persecución desatada por Obregón en contra del delahuertismo, al conseguir escapar a los Estados Unidos, de donde regresaría pocos años después para reintegrarse a la administración pública, tanto en el ámbito federal como en el local. Para ello contó con un nuevo padrinazgo político de otro paisano suyo: Silvano Barba González, quien, en su calidad de secretario de Gobernación durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, lo nombró Oficial Mayor de esa alta dependencia federal, y cuando el mismo Barba González ocupó la gubernatura de Jalisco (1939-1943) no sólo designó a Víctores Prieto como secretario General de Gobierno, sino que dispuso también que, en ausencia suya, ocupara el cargo de “Gobernador Constitucional Interino del Estado Libre y Soberano de Jalisco”, (4) lo que sucedió en más de una ocasión.

La vida fue generosa con Víctores Prieto, pues murió en Guadalajara en 1973, cuando su existencia se acercaba a la edad de ochenta años, gozando del aprecio de la sociedad tapatía y con la fama de haber sido un político decente, pero sobre quien, sin embargo, aparecía de vez en cuando la sombra de haber sido copartícipe en el torcido proceso que condenó a muerte al general Felipe Ángeles. Ante ello y sin rehuir su responsabilidad en el caso, Víctores Prieto solía decir, con un aire de contrición: “Yo era entonces muy joven”. (5)

 

Tener la razón, pero no el poder

A diferencia de los “40 años” que Elena Garro le asigna a su personaje Abogado Gómez Luna ─quien tanto en la ficción teatral como en la realidad histórica fungió como defensor de oficio de Felipe Ángeles─ apenas había cumplido los treinta de su edad, aun cuando ya para entonces había desarrollado una notable carrera como litigante y también como funcionario público. Como a muchos otros jóvenes profesionistas de aquellos turbulentos años, tanto la caída del porfiriato como el movimiento revolucionario llevaron al joven abogado Alfonso Gómez Luna por caminos insospechados. Cuando en las elecciones locales de 1911 el novelista José López Portillo y Rojas fue electo gobernador de Jalisco, éste nombró a Gómez Luna como su secretario particular. En ese momento el susodicho contaba apenas con 22 años de edad y acababa de graduarse de la Escuela de Jurisprudencia de Guadalajara. Como a muchos otros funcionarios jaliscienses de ese momento, el cuartelazo huertista de febrero de 1913 lo dejó sin chamba. Pero los vientos de la Revolufia lo llevaron hasta Chihuahua, donde en 1915 ya se desempeñaba como juez de primera instancia durante la administración villista en aquel estado.

Tampoco fue mal visto por los seguidores de los caudillos sonorenses, de tal manera que se le nombró defensor de oficio en la misma entidad chihuahuense, función que desempeñó con mucho más que profesionalismo en el Consejo de Guerra Extraordinario contra Felipe Ángeles. Sus intervenciones a favor de la causa de su defendido fueron por demás brillantes, alegando no sólo razones jurídicas, sino trayendo al caso argumentos tanto de índole filosófico como de carácter civilizatorio y humano. Entre otras cosas, declaró que no procedía un juicio militar en contra de Felipe Ángeles, pues éste había sido dado de baja en dos ocasiones de las Fuerzas Armadas: a fines de 1913, cuando el gobierno de usurpación de Victoriano Huerta lo había declarado “indigno” de pertenecer al Ejército Federal, y en 1917, cuando la Secretaría de Guerra y Marina hizo lo propio y desde entonces hasta el presidente Venustiano Carranza, lo mismo que Manuel M. Diéguez, lo llamaban “el ex general Felipe Ángeles”. (6)

Pero como éste había sido condenado de antemano y el Consejo de Guerra Extraordinario en su contra no había sido concebido para hacer justicia, sino para tratar de cubrir con un velo de “legalidad” lo que a todas luces era y sigue siendo históricamente un crimen de Estado, de nada sirvió la memorable defensa que llevó a cabo el abogado tapatío Alfonso Gómez Luna con la colaboración de un colega suyo llamado Alberto López Hermosa. (Hubo un tercer abogado, Pascual del Avellano, amigo personal de Felipe Ángeles, que éste había designado para que formara parte también de su defensa, pero a lo cual se opuso el general Gabriel Gavira, presidente del Consejo de Guerra, negándole la autorización para que asumiera esa responsabilidad.)

Apenas la semana pasada, el martes 26 de noviembre para ser precisos, se cumplieron cien años de ese crimen de Estado, del que fueron coparticipes dos jaliscienses (Manuel M. Diéguez y Víctores Prieto) y el cual no pudo ni podía evitar un tercer hijo de Jalisco (Alfonso Gómez Luna), pues no obstante tener la razón para salvar a Felipe Ángeles, no tenía el poder para hacerlo.

A diferencia de su paisano Víctores Prieto, quien fue antagonista suyo en el juicio de Felipe Ángeles, Alfonso Gómez Luna tuvo una vida relativamente corta, empleos burocráticos más bien modestos y ya no le fue dado poderse reintegrar a la vida política de Jalisco, pues murió en la Ciudad de México, en 1936, a la edad de 46 años, mientras se desempeñaba como director del Archivo del Supremo Tribunal del Juzgado del Distrito Federal, mientras que su paisano ─y antiguo antípoda─ Víctores Prieto era, como ya quedó apuntado, despachaba en la Oficialía Mayor de la Secretaría de Gobernación.

Por último, no está por demás decir que esos tres hijos del solar jalisciense y cuyas vidas se cruzaron con la de Felipe Ángeles en la hora postrera de este último, acabaron convertidos en personajes relevantes de una de las obras maestras del teatro mexicano: Felipe Ángeles, de Elena Garro. Pero como dice el lugar común, ésa es otra historia.

 

  1. Alfonso Taracena, La verdadera Revolución Mexicana, sexta etapa (1918-1920), Jus, México, 1961, p. 168.
  2. Elena Garro, Felipe Ángeles, Cóatl, Guadalajara, 1967, p. 7.
  3. Federico Cervantes, Felipe Ángeles y la Revolución de 1913, edición del autor, México, 1942, p. 310.
  4. El Estado de Jalisco. Periódico Oficial del Gobierno, tomo CXLVI, No.38, Guadalajara, 1940, p. 279.
  5. Testimonio verbal de Salvador Cárdenas Navarro, quien en más de una ocasión interrogó a Víctores Prieto sobre el particular.
  6. Alfonso Taracena, cit., p. 165.

 

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